Por: Eric Ángeles
Levantas la mano para pedir clemencia y nadie responde a tu llamado. Al final, una combi se para, abriendo sus puertas al dolor con sólo un supuesto lugar disponible. A la instrucción doctrinal de “recórrase por favor”, los pasajeros obesos ignoran el llamado como murmullo de viento y otros, los más gordos (casi siempre los más acomplejados) simulan moverse cuando sólo contonean su masa sobre su propio eje para no quedar mal frente al respetado público. Y tú, con prisa, aceptas la inevitable sentencia y te esfuerzas por posar un pedacito de nalga entre un Winnie Pooh chaca y un Hombre Malvavisco que ni los Cazafantasmas podrían encerrar. Piensas cambiarte del lugar entre Michelín y Jabba the Hutt pero probablemente morirías asfixiado en el intento. Con el vehículo en movimiento, la tortura comienza. Tus malabares por aferrarte a la vida son inútiles, y las masas que te comprimen te expulsan poco a poco del asiento en una escena escatológica.
Llegas a Indios Verdes y los inquisidores se toman un descanso. Ya en el cadalso, la gente avanza hacia las puertas de su destino como si les hubieran prometido el paraíso después del purgatorio del metrobús. La gente entra expulsada por una fuerza que sólo la prole todopoderosa de Marx podría generar, estampándote en uno de los vidrios en plena lucha a muerte por encontrar un tubo para aferrarte a la vida. Si eres muy afortunado (o muy gordo o muy chaca), te apoderarás en la lucha del Santo Grial del metrobús: un asiento vacío.
Las manos se aferran a los tubos y los cuerpos se mecen de un lado a otro en un vaivén de rastro. Un tubo puede ayudarte a librar la furia del conductor y eres afortunado si estás cerca de uno. Si es un día sin mucha suerte, estarás varado en medio del tumulto y la masa gelatinosa de gente te mantendrá de pie en una comodidad sudorosa. Si de plano los dioses te odian, te tocará al lado de la puerta diseñada específicamente para chingar a la mayor cantidad de gente dentro y fuera del metrobús. La medida de supervivencia es de 1.70 de estatura de lo contrario sólo respirarás axilas, serás relegado al inframundo y jamás verás la parada en la que bajas.
Llegas casi a Doctor Gálvez y los inquisidores te dan unas horas de descanso para que tu cuerpo se recupere: te necesitan vivo. Al salir del trabajo o la escuela, sabes que el metrobús no es opción: a esa hora inquisidores más despiadados obran sobre él. Por eso eliges el metro Barranca del Muerto, con un nombre más apropiado para el suplicio. Desciendes a la antesala del infierno de la línea naranja y accedes al tren como puedes antes que el pitido macabro anuncie el cierre de puertas. En el metro viven unas criaturas extrañas y carroñeras que se alimentan de cambio. Son hostiles, ruidosos y necios, pero de algún modo mantienen el delicado ecosistema del metro, haciendo simbiosis con la clase charanguera, piadosa o que no conoce el internet.
Tenemos diferentes razas, cada una con su propio lenguaje: los soniderus charangueri son crustáceos provistos de un caparazón sonoro que usan como sistema de autodefensa. Para algunos, este bramido es una melodía, pero para la mayoría es la forma perfecta de despertarte de una siesta, interrumpir una plática u opacar la música de tus audífonos. Los karaokeris josejoselibus son roedores supuestamente ciegos con un gran equilibrio y olfato para esquivar pasajeros. Llevan una vara de metal delante de ellos que funciona como ornamento y lo protege de depredadores, pues lo hace parecer inofensivo. Su sistema de supervivencia es sencillo, ya que tienen una mano incansable que sostiene un vasito de plástico donde otras especies depositan sus sobrantes. También tenemos una raza en extinción: los boleadorea herpetario, una clase de reptil muy particular que se arrastra por el suelo del metro. Están protegidos por una densa capa de mugre y con su trapo sucio amenazan paradójicamente con limpiar los zapatos de los transeúntes.
Si sobrevives a las abominables creaturas de los inquisidores, tendrás un viaje parecido al del metrobús, a menos que en la supericie esté lloviendo… entonces el metro se parará en medio de un túnel con las puertas cerradas, alimentando tu claustrofobia con olor a torta de huevo o a vagabundo descompuesto.
Por obra del espíritu santo y después del transborde, bajas en el metro Ferrería. Ya es tarde y tus piernas hacen todo lo posible por llegar al tren suburbano. Después del super piquete de ojos en la taquilla, subes corriendo al andén sólo para descubrir que tu tren está partiendol. Te haces viejo en la espera del siguiente, a veces más de 10 minutos picándote los ojos (ésta vez con tus propios dedos).
Al fin llega y tú, ya resignado de que no encontrarás asiento libre, te relajas. El suburbano pertenece a otros dioses inquisidores, más preocupados por dejarte pobre y mal alimentado que por hacerte daño físico y psicológico. En 20 minutos llegas a tu destino, lo peor ha pasado ya…
Tomas otra combi, esta vez sin tantos gordos, y al fin llegas a casa de tu novia en Cuautitlán Izcalli. Y en ese momento, en esas pocas horas que pasas al lado de ella, te das cuenta de que todo vale la pena. En fin, sabes que después de las 10:30 de la noche todos los inquisidores se van a dormir, con toda la desmesura de los condenados diurnos, los choferes energuimizados y las bestias míticas con olor a chaca.
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