Eric Ángeles

Empinas el vaso y tu nariz desaparece dentro de él. Unos chorritos escapan de tus labios y te delatan, aunque haces lo posible por apegarte a tu camuflaje. Tu vejiga decide que necesitas salir del campo de batalla, así que te levantas, y la sacudida mueve todo tu mundo en un mareo repentino: tal vez estás herido de muerte.

Las cosquillas te muerden los dedos y las ignoras casi con desprecio. Esperas en la fila del baño. Los minutos pasan y quien está adentro parece tener una diarrea épica, un vómito abrazador (así, con “z” porque seguro sus brazos rodean la tasa) o una cogida egoísta. Los demás, que piensan lo mismo, golpean la puerta hasta que el protagonista de la escena sale moribundo o con pareja sonriente en mano.

La fila avanza pero se hace eterna y tú y tu vejiga ya no ven el mañana… tal vez mueran desangrados. Pero el destino, que se aburre muy fácilmente, lleva al chico o chica que te gusta a la fila del baño, justo detrás de ti.

Como si antes no fuera importante, recuerdas tu aliento pestilente, tu pantalón a medio caer  y tu tambaleo de orangután herido, y todos los esfuerzos del mundo se reúnen en el disimulo. Sacas de tu Barneybolsa de ideas alguna estrategia desesperada: ignoras a la persona, le echas ojitos, o le sacas la plática como puedes.

De pronto es tu turno de entrar al baño. Si eres hombre, demuestras tu caballerosidad medieval y dejas pasar a la damisela en peligro (de orinarse). Si eres una damita, entras y tardas todo lo que puedes, arreglando tu cabello y ensayando las miraditas incisivas (y alguien en la puerta –maldito impaciente, piensas tú- toca desesperado). Mujer u hombre, el momento en el espejo es clave. El agua en la cara, que esperas que con sus poderes mágicos te regrese la jovialidad, está fría y te despierta un poco. Notas tu mirada de camaleón, con un ojo que se escapa de la realidad etílica y te concentras por dominarlo porque te pertenece, o le pides clemencia para ver si se porta banda. Te acomodas el cabello y buscas tu mejor perfil Ya vas de salida, pero algo falla en la manija de la puerta, ¡alguien la descompuso! O lo que es menos probable, tu estupidez borrachera no descifra los secretos del artefacto.  Por fin se abre y compones tu figura. Tu enamorad@ ya no está. De hecho sólo ves cadáveres a tu alrededor y te preguntas quién habrá ganado la guerra. Te acercas unos pasos hacia la música y encuentras a los sobrevivientes de siempre, demostrando la superioridad de su raza con la música y los cantos de su procedencia. Si son de tu banda, te unes en el festejo aborigen hasta el amanecer. Si no, lo mejor es buscar un buen lugar dónde hacerse el muerto antes de que el aburrimiento o los shots de alcohol acaben contigo. Es mejor vivir para otra batalla, que morir de vergüenza por las fotos que subirán al Face.

Eric Angeles

Editor y fundador de revista Iboga, literato de formación, mercadólogo digital de profesión y diseñador web cuando hay necesidad.

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