Por Gerardo Ruiz Luna
Desde que el animal humano ha tenido la capacidad racional suficiente para categorizar, objetivar y desarrollar un pensamiento simbólico, se ha dedicado a establecer rituales dirigidos a la comprensión de lo incomprensible, a su propia adaptación a lo que le es adverso o, simplemente, a la justificación de lo que le resulta emocionalmente devastador. La muerte es, probablemente, el fenómeno natural propio de la vida humana, por paradójico que suene, al que más rituales se han dedicado a lo largo de la historia. Esto se debe a que, fuera del ámbito de las pseudociencias y la charlatanería, nadie ha venido a contarnos, fidedignamente, una crónica sobre las postrimerías de la muerte. En todo caso los rituales mortuorios son también representativos de cada época y civilización por su diverso contenido simbólico como reflejo concreto de un periodo determinado.
La fotografía post mortem es ejemplo de dichos rituales. Esta costumbre surge en la primera mitad del siglo XIX, con los primeros daguerrotipos (1939), y consistía en fotografiar a los difuntos, normalmente acompañados por otros seres queridos, en poses pretendidamente naturales para hacerlos ver tan vivos como fuera posible.
Una de las hipótesis sobre la popularidad de este género de fotografías sostiene que, en dicho siglo, debido a que la fotografía no era un recurso ni remotamente tan usual como en nuestros días, las familias que no podían costearse un retrato hecho por un pintor, recurrían a esta novedosa técnica, que era más económica, para inmortalizar la imagen de sus seres queridos. En muchas ocasiones, la fotografía post mortem era la primera y última imagen de la persona retratada. Otra teoría que no excluye la anterior, plantea que su popularidad se extendió debido a la innovación que la fotografía suponía y a la fidelidad de la imagen que ésta ofrecía, por lo que, independientemente de los medios económicos, los retratos en pintura fueron paulatinamente relegados.
En los primeros tiempos de la fotografía post mortem, se acostumbraba disponer a los difuntos en poses de descanso, con ojos cerrados y semblante sereno, ya fuera en sus dormitorios o dentro del ataúd. En este tipo de retrato, el muerto normalmente se encontraba solo. Posteriormente, hacia finales del siglo XIX, se fue haciendo más común el retrato familiar, poniendo al muerto en su ataúd inclinado con la familia alrededor. Sin embargo, hay otro tipo de retrato que, sin duda, llama más la atención en nuestros días e incluso pudiera resultar aberrante para algunos si se lo ve fuera de contexto. Se trata de la fotografía en la que los muertos simulaban estar vivos y, más aún, realizar actividades cotidianas como leer, sostener armas de cacería, instrumentos de trabajo o posar con los manierismos propios de la época.
Para este fin los fotógrafos hacían uso de una serie de trucos que en ocasiones son visibles. Por ejemplo, para mantener en pie a una persona, se hacía uso de una varilla que rodeaba la cintura y bajaba al piso, haciendo una especie de trípode con los pies del difunto, aprovechando el rigor mortis y la indumentaria victoriana. En el caso de los ojos, sus músculos y nervios se relajan al morir, produciendo un aspecto de estrabismo que el fotógrafo corregía utilizando cucharillas de té. Asimismo, cuando los ojos se tornaban “nebulosos” en un cadáver con más tiempo de muerto, el fotógrafo simplemente le cerraba los párpados y dibujaba unas pupilas simétricas sobre ellos, detalle que, gracias a la pericia de los artistas y a la calidad de la fotografía de aquellos tiempos, muchas veces resulta poco o nada perceptible.
La fotografía post mortem ofrece abundantes retratos de niños. Aunque pueda parecer grotesco o insensible en nuestros días, hay que tener en cuenta que las familias del siglo XIX eran más numerosas y la tasa de mortalidad en niños recién nacidos era casi de la mitad. En este contexto, se explica la recurrencia de las fotos de niños rodeados de juguetes o de sus hermanos, quienes, no sin cierto semblante de desconcierto, posan para complacer a los padres del pequeño difunto.
En la actualidad, fuera del ámbito forense, es claro que la fotografía post mortem ha caído en desuso. Sin embargo, existen agencias en Estados Unidos dedicadas a ello, principalmente a retratar recién nacidos fallecidos en hospitales, que operan con altos criterios de discreción y sensibilidad, y que han incorporado tecnologías como el video (diapositivas con fondo musical) a esta tradición. En México no es necesario ir a los archivos familiares de principios del siglo XX para encontrar fotografías post mortem. Todavía en nuestros días es posible hallar muestras de estas fotografías, predominantemente infantiles, en álbumes familiares contemporáneos. Si bien no deja de ser un tema delicado, tabú e incluso escabroso para algunos, habría que preguntarnos por qué se ha marginado esta costumbre y qué hay de perverso en tener un recuerdo de nuestros parientes en su último momento.