Eric Angeles Juárez

Los religiosos se espantan cada vez que ven a un chico adorando al diablo. Los mismos satanistas se sienten muy radicales y malvados haciendo lo suyo, usando uno de los mil nombres del maligno para invocarlo y llevando al cuello cruces (irónicamente) invertidas. Pero la verdad es que el diablo es muy sospechoso. Y su historia y función son mucho más tétricas de lo que podríamos imaginar.

En diferentes religiones en todo el mundo, es sumamente común la personificación (y de algún modo divinización) del mal, casi siempre con el propósito de dar sentido a las fuerzas del bien o al dios creador y/o estabilizador. Actualmente en la religión cristiana, el diablo es una figura fundamental, tan simbólica e importante, que es sinónimo del mal en el mundo occidental (lo que lo hace virtualmente culpable de todo, como recipiente). Sin embargo, en los primeros siglos del cristianismo, el diablo, posteriormente conocido por Satán, y por muchos otros nombres paganos, lingüísticos y simbólicamente relacionales (el Obscuro, el Negro, el Patas de cabra, etc.), no era una figura de autoridad y mucho menos de temor.

Antes del oscurantismo, se encuentran muy pocas referencias al diablo. Las pocas que existen, se dirigen a él como un ser despreciable, siempre puesto en ridículo, como símbolo de lo mundano yla tentación terrenal. En las obras de teatro era el elemento gracioso, y en los relatos doctrinales funcionaba para alejar a los legos con la idea de dignidad, pero jamás de miedo.

Aunque no lo creamos, hubo un momento en que la iglesia, ya como institución, estuvo a punto de perder la batalla. No ganaba seguidores, sino que los perdía. Aproximadamente entre los  siglos XIII y XIV a alguien se le ocurrió una maravillosa idea, sobre todo para luchar en la evangelización del norte contra las culturas paganas nórdicas. Los clérigos vieron en sus dioses criaturas extrañas, animalizadas (como Baphomet o Baco, un poco más al sur, que terminaron siendo sinónimo satánico con sus formas de macho cabrío), y con tendencia al libertinaje, por eso las tomaron como modelo para la creación de su (literal) anticristo. Y fue todo un éxito.

Pensemos en cosas que al parecer no están directamente relacionadas. La edad media, la época occidental de mayor poder para la iglesia, mayor atraso científico y artístico, y mayor tasa de mortalidad, tiene otros índices que también llegaron a sus límites. Por ejemplo, los testimonios de apariciones y avistamientos diabólicos se incrementó al mismo tiempo que el poder eclesiástico; también aumentaron directamente las acusaciones de brujería y, por lo tanto, las ejecuciones. El miedo a terminar en el infierno o a ser presas del diablo, obligó a las personas a convertirse en fieles.

A finales del siglo XIV, la mayoría de la población europea tenía miedo a salir de sus casas por temor a encontrarse físicamente con el diablo. Y claro, cuando la Ilustración regresó la luz al mundo, el demonio se convirtió en un personaje ficcional (y aun así simbólico) y no en un miedo constante a la perdición eterna. ¿Coincidencia?

Tal parece que el diablo, como nos lo vendan, ha sido la gran Virgencita de Guadalupe de la Europa medieval. Luego ya llegó el metal germano y la recuperación de la mitología muerta y, por consecuente, de dioses paganos con connotaciones, ahora inevitablemente, satánicas. Y algunos satánicos famosos matan en nombre del señor obscuro, sin saber que están haciendo un gran favor al cristianismo decadente, si es que acaso alguien aún teme al demonio.