Por: Andrés Piña
Todos los que somos románticos creemos ciertamente en la idea de la palabra como factor determinante para enamorar, esa es la triste verdad. Lamentablemente, el problema siempre viene cuando tratamos de adecuar esa idea romántica y soñadora con la realidad. Pareciera que en ese intento el sueño se convierte en un sapo verde y baboso. Es como si creyéramos en los unicornios y nos aferráramos a la esperanza de que existen en la cotidianidad, a tal punto de que, durante la noche, buscamos, en un intento quijotesco, a un caballo para pegarle un cuernito en la frente y así poder decir que encontramos una criatura fantástica. Nos vemos a nosotros como pequeños monjes medievales, que en la oscuridad de una celda le escriben a una tal Eloisa. Sin embargo, como siempre la realidad es otra. En estos tiempos el amor es un tope en la calle, un bache. Romeo no escala el balcón de Julieta: eso es acoso; lo que hace es mandarle un mensaje de texto o un inbox. Pero, a pesar de todo, si amamos, queremos que el mundo lo sepa. Quizá por eso le escribimos a nuestra amada, pero a falta de tinta usamos el teclado de una computadora y, a falta de palomas, nuestras palabras viajan por la red, por Facebook, esperando una respuesta. Curiosamente sólo aparece un “visto” seguido de la fecha y hora. El fracaso es seguro. Lo vio, lo leyó y no lo contestó. Por fin todo acabó, pero eso no quita que andemos por las calles en la madrugada, gritando su nombre. Y así, sin darnos cuenta, un buen día terminamos marchando en contra del gobierno, esperando que tanto amor y desamor encuentren su raison d’être, para no quedarse atorados como los mensajes se quedan en las botellas.
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