Andrés Piña

Salimos del Metro Moctezuma compactos, casi pegados, íbamos marchando. La masa de estudiantes estaba llena de mantas y pancartas; allí no había ni bombas molotov ni piedras. Antes de salir, con el frío de la madrugada, desde el frente una voz gritó como un radio espacial y dijo: “Recuerden, ésta es una marcha pacífica, no caigan en provocaciones”. Junto con las consignas, la música y la alegría trataban de mezclarse con la intranquilidad. El símbolo de la manta principal se movía, como rebelándose, con la intención de mostrar sus letras pintadas que decían: “#Yosoy132”. Después de marchar por un tiempo nos detuvimos, y a los lados comenzamos a ver grandes filas de policías cercando al contingente. Los rumores empezaron a correr, ¿eran federales o granaderos? En ese momento la masa de estudiantes se convirtió en un conjunto. La hermandad se constituyó en ese instante, como una extraña fuerza entre los presentes; nos vimos a los ojos, escuchamos, esperamos. La voz, esa voz que era un radio espacial, nació de nuevo y cayó en el concreto como una voz popular. Es verdad, hablaba una persona pero en ella había muchas voces más, y todas nos decían que adelante estaban lloviendo bombas de gas lacrimógeno; nosotros sabíamos lo que podía pasar, pero la realidad te golpea. Nadie se movió, algunos se cubrieron con las palestinas que traían o las bufandas; otros más, los muchos, improvisamos un cubrebocas rudimentario, pero no era suficiente, el gas necesitaba de algo más fuerte. Usamos vinagre: era ya el olor de la protesta, de la paz que va y confronta. Los compañeros siguieron sin moverse. Adelante gritaron: “a marchar lentamente”, y lentamente como esperanzas y sueños, nos fuimos introduciendo a San Lázaro. El panorama era desolador, al frente pasando nuestra vanguardia no había nada, sólo una lluvia de bombas de gas lacrimógeno. La voz popular, que ya tampoco era eso, sino más una conciencia, nos detuvo. Por seguridad no podíamos seguir, atrás estaba la fila de policías que nos había cercado y pasando la cortina de humo, se veían a lo lejos los otros grupos sociales que acudieron. Todo mundo esperó en el contingente. Algunos se reconocieron con otros, se saludaron, se percataron de que no siempre se está solo. Aún recuerdo el sonido de las bombas de gas, aún me veo en el costado formando una valla humana para evitar las agresiones y provocaciones de los policías. Escuché alguna vez decir que en las marchas de Ghandi, ante la presencia de los militares, la gente se daba la mano y se convertían todos en uno, en una voz pacífica que no se conforma. Así fue en San Lázaro, las consignas renacieron… estábamos de pie, pero no por mucho, las noticias de repente se filtraron, decían que ya había heridos. Esto último nos sitúo, nos posiciono frente a los opresores, frente a ellos que gustosos aplaudían una toma de posesión. La masa de repente se perdió entre tanta violencia, pero esa voz, que continuamente se transformaba, evolucionó. Fue y vino, de un lado a otro. Se subió a la combi que traíamos, y comenzó a leer el documento que presentábamos contra el acto político, que tranquilo sucedía en el recinto blindado de granaderos. Su discurso, nuestro discurso, sonaba entre el concreto y la valla de policías armados, sonaba como suenan los truenos de las olas al golpear la costa, iba y lentamente crecía empapando a todo un grupo. Las bombas se oían en pleno discurso, la imagen se queda allí, como un retrato de la paz ante la violencia. Esa paz que ha de volver, porque las buenas historias siempre, decía Borges, son las que vuelven.

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