Andrés Piña
Recientemente andaba por la Condesa en un bar respetable, curioso en mí, ya que los lugares que suelo frecuentar parecen cafés o son de doble giro: en el día se visten de puestos de comida y en la noche venden alcohol clandestinamente. No voy a negar que también he asistido a cantinas, pulquerías y demás lugares que casi siempre suelen tener música de los Ángeles Azules. Lugares donde las luces neón cubren la pista y a cada paso de baile uno rumbea como en una película de Juan Orol. Sin embargo lo que me sorprendió en este bar es la necesidad con la que me pidieron mi credencial de elector cuando ordené una cerveza. Digo, está bien que tengo 23 años, pero ciertamente no parezco de 18. La primera vez que sucedió en un bar notable fue en la Narvarte y me alegré, pensé para mis adentros: “aún te ves niño”, pero después de que siempre me piden mi credencial he llegado a pensar que para las meseras, o soy un extraño Benjamin Button o de plano han de creer que le entro al hongo michoacano. Y para no arriesgarse me piden ese cuadrito forrado, dónde salgo con cara de sicario. Lo que me lleva a preguntarme ¿por qué cuando era adolescente no me pedían mi famosa IFE?, hace unos años hubiera servido de algo, quizá hubieran evitado el espectáculo de ver a un jovencito pedir una jarra de cerveza, porque era miércoles de dos por uno.