Andrés Piña
Un día cenando en una taquería, cerca de la Glorieta Narvarte. Entre aplausos y tacos, entre pierna y nenepil, vi que en la tele del local pasaban una película de Rafael Inclán. La película estaba interesantísima, ya lo decía Keats en el Endymion por el año de 1818, “a thing of beauty is a joy forever”. Y ciertamente esta película era un gozo eterno, o al menos eso creí yo a la dos de la mañana. Sin embargo, cuándo decidí voltear a ver si la gente disfrutaba la película tanto como yo, me di cuenta de que sólo los taqueros se reían. La trama era simple, Rafael Inclán era algo así como un fontanero o un pepenador, no me acuerdo bien, lo cierto es que a cada casa que iba, se acostaba con la señora del hogar, mientras que su compinche seducía a la sirvienta. A mí me daba risa, y en cada aventura sexual me carcajeaba. Cuando me di cuenta de que era el único de los clientes que se estaba riendo, sentí una culpa, como de primaria. Y con puro valor chilango quite la vista de la tele y me dediqué a contemplar a una señorita, que verdaderamente creía en el poder del taco dietético de una sola tortilla. No hay duda de que uno experimenta sensaciones impresionantes en las taquerías del D.F. Como el típico caso: es noviembre del último año de prepa y tu chava te deja. Tus amigos te llevan dizque a tomar para olvidar, pero sucede que el olvido es como en las películas de Pedro Infante: canijo. Y por más que quieras olvidar, terminas por ponerte borracho. Hay entonces dos opciones: una, como persona digna y decente, como todo buen lasallista, tienes la opción de ir a tu casa y confrontar a tus padres y decirles: “jefes tomé por culpa de un desamor”, e inmediatamente irte a dormir, como lo haría un buen macho mexicano. Otra opción, un poco más nutritiva, es la de “vamos a unos tacos para que se me baje”. Como tus amigos son mentes maestras y genios sin paralelo, toman decisiones como la que Planck seguramente tomó al decir que el cálculo newtoniano le hacía lo que el viento a Juárez. Y así terminas comiendo tacos abajo del puente de Churubusco, en los alrededores de Plaza Coyoacán, esperando que ella sienta remordimiento por haberte dejado, y que se te baje para que tus jefes no confirmen la sospecha que tenían, esa de que no sirves para nada como en el poema de José Agustín Goytisolo. La turba se mueve como el tentáculo de algún calamar gigante y pide, como sacerdotes aztecas, el sacrificio de un bistec en trocitos, convertido en el famoso taco de bistec que conocemos. Allí, ya medio triste, medio borracho y con medio taco, esperas que ahora sí gane tu equipo de fútbol. Esperas pasar de año, esperas que la vida sea mejor. Por eso cuando llegas a la fabulosa edad de 23 años, no hay mucha diferencia. Sigues esperando lo mismo, sólo que ahora tus jefes ya saben a qué atenerse y planean exiliarte de la casa. Peor que Filipo de Macedonia cuándo se deshizo de Alejandro Magno. Y también ahora ya sabes que tu chava probablemente no volverá, pero al menos tienes esa taquería a dónde puedes acudir, para reírte o para llorar.