Por Eric Angeles

Todos los foquitos brillaron esta vez, pero no le trajeron ningún alivio. Decorar el arbolito siempre la había llenado. Las esferas y el olor a pino y su disco de niños españoles cantando villancicos despertaban en ella eso que muchos llamaban espíritu navideño. Era una sensación extraña en el vientre que siempre derivaba en excitación. El año pasado sólo el colocar las esferas, tan delicadas y suaves al tacto, la habían hecho mojarse. Pero este año no, él ya no estaba, y todo era diferente.

Ni siquiera el árbol prendido en su esplendor logró ponerla cachonda. No desde que él se fue. Nadie podía suplirlo.
Jugueteó con los foquitos de repuesto. Sólo había tenido que sustituir dos, lo cual le sorprendió. Esas lucecitas Led siempre se fundían, pero el año pasado había sustituido su serie vieja por una con focos más grandes, bombillas pequeñas con forma de…

Tomó una entre sus dedos. Repasó la superficie fría y toco la punta del foco. Se sentía como un pezón duro, firme, tímido al contacto. Cerró los ojos y lo imaginó. El foco se acercó a sus labios y los tocó suavemente. Ya no estaba tan frío, ni tampoco ella: algo despertaba bajo su vientre. La lengua salió el encuentro del pezón de vidrio. Rodeó su punta y se separó lentamente dejando un hilillo de saliva entre sus cuerpos. Y arremetió de nuevo, esta vez contra su cuerpo bulboso y frágil que nada tenía que ver con la carne. Los dedos empujaron al foco al interior de su boca. El pezón la penetró y sus labios se contrajeron contra el vidrio. Ella estaba lista.
El pantalón de la pijama cayó al suelo. Se sentó en el sillón y confirmó con su mano libre su excitación, las secresiones prenavideñas que fluían fuera de su cuerpo. El pezón de vidrio también estaba listo, húmedo y callado. Y así la Navidad entró a su cuerpo por su segundo par de labios, como un pene minúsculo y duro, y el riesgo de que explotara en su interior la excitaba más.

Santa Claus rió falsamente mientras cargaba al niño.Tomaron la foto, la familia se fue y el hombre dejó de ser Santa Claus por unos minutos. Había algo sexy en ello. No sabía muy bien si era la barba falsa o el sudor que bajaba por su frente, tal vez era la interpretación o la aparente vejez del sujeto o algún recuerdo freudiano sobre su padre. Incluso pensó que podría ser la sugerencia pederasta del niño sobre sus piernas. Pero Santa Claus la excitaba y ella quería su Noche Buena. Así, tomó su turno para tomarse la foto con Santa. Se sentó en sus piernas como niña buena y le murmuró al oído lo que quería para esta Navidad.

La Navidad la penetró de nuevo, pero esta vez no era un foquito del árbol, sino la verga erecta de Santa Claus. El traje le daba poderes, tal vez con eso podría sustituir la ausencia que tanto le afectaba. Estaba muy mojada y los embistes del hombre la llevaron más y más lejos, pero supo al momento que no llegaría tampoco esta vez, no desde que él se fue.

Tomó el control, lo tomó del saco, lo arrojó a un lado de la cama y volvió a introducir lentamente su miembro. “No te muevas”, pensó y comenzó sus movimientos estudiados, con ello no tardaría en llegar al orgasmo. Pero los hombres siempre son impacientes y necesitan un poco de protagonismo, incluso Santa. Así el hombre comenzó su movimiento de cadera y lo echó todo a perder. Ella sintió que las lágrimas estaban a punto de escapársele, pero se le ocurrió. Al fin entendió qué le excitaba, por qué había traído al hombre a su casa.

Sin dejar de cabalgarlo, buscó en el cajón: ahí estaban, donde siempre. Se apresuró en su movimiento pélvico; bajó y subió sobre el pene erecto, cada vez más hinchado, venoso, a punto de estallar y salió en el momento justo. Oh, blanca Navidad…

El papel de mujer complacida le salía perfecto. Nunca tuvo que usarlo con él, pero él no iba a regresar. Se había ido, y con su último respiro se había llevado su último orgasmo, a menos que…

La charla postsexual era tediosa, pero esta vez tenía mucho que ganar. Y así, entre sonrisitas y besitos de enamorada, lo convenció. El hombre se quitó el saco de Santa y el gorrito. A ella le quedaba grande, pero cuando se vio al espejo, se excitó sólo de contemplar lo sensual que se veía. Para calendario de Playmate.

El hombre se puso boca abajo en la cama. Cuando ella aferró las esposas de sus muñecas a la cabecera de la cama, se sintió atrevido. Cuando sintió el frío de las esposas en sus tobillos, se asustó, pero no dijo nada. Estaba por completo a su merced, de una mujer desconocida y buenísima en traje de Santa. ¿Eso era excitante, no?

Cuando lo vió ahí desnudo, a sus pies, y el peluche del traje le rozó los senos, supo que lo había encontrado, su espíritu navideño. Alguien tenía que tener el control, ser el hombre de la casa. Abrió de nuevo su cajón, con cuidado para que el hombre no lo viera. Sacó un enorme dildo con arnés, comprado especialmente para esa ocasión, con los colores de un bastón de dulce, rojo y blanco, igual que su traje. Miró sus nalgas mientras se ajustaba las correas. Sacó el lubricante y se empapó los senos y la nueva verga que le colgaba, deliciosa y dulce, el regalo perfecto de Santa. Subió a la cama y frotó sus senos contra las nalgas. El alivio llegó al hombre, que comenzaba a experimentar una nueva erección.

Imaginó esa carne brillante sobre su cuerpo, esos senos entre su pene, mojados y calientes, listos para su esperma. Pero de pronto algo no marchó bien. La erección disminuyó al sentirlo sobre su culo. Sintió la presión y el miedo contrajo su cuerpo. La penetración fue lenta y dolorosa. Gritó, lo más fuerte que pudo. Ella lo tomó por el cabello y le metió una pequeña almohada a la boca, la que usaba para proteger sus rodillas en el sexo oral. El cuerpo se sacudió, pero las esposas estaban tensas y bien aferradas. La cama comenzó a dar brincos. Ella se introdujo más y más. Sintió su miedo y se empapó por completo. Sintió sus nalgas y su tacto intermitente sobre sus muslos y un cosquilleo la recorrió.

Su mano derecha en la punta del miembro plástico; su izquierda más abajo, buscando y rebuscando el clítoris. Ella gimió, él gimió, pero su murmullo era diferente. Sólo un dildo de plástico entre el dolor y el placer, entre el miedo y la libertad. No pudo ahogar los gritos, sentía el orgasmo tocando a su puerta y ella recorriendo el pestillo, girando el pomo de la puerta, lista para él. Y las contracciones llegaron, el mundo frenó en seco y se detuvo, y de pronto lo recordó. El hombre Santa no estaba ahí, sino él, a quien tanto extrañaba, la última vez que lo vio con vida.

Él atado con las esposas, con un dildo negro, y no blanco con rojo, desapareciendo entre sus nalgas. Y ella con el control, con el placer de penetrarlo y causarle placer, no como a Santa, que sólo gemía de dolor. “Hazlo ya” gritó él y ella obedeció. La bolsa de plástico cayó sobre su cabeza y los gemidos se volvieron confusos. Ambos al borde del orgasmo, ella jalando de la bolsa; él luchando por respirar. Ambos llegaron, probablemente al mismo tiempo. Y ella se perdió en su propio placer: los ojos en blanco, la sonrisa espacial, todo su interior palpitando y su mano jalando fuerte el plástico. Cuando volvió, él ya no respiraba.

Regresó del orgasmo. El hombre Santa se había desmayado sobre la cama. Ella con un bastón de dulce entre sus piernas y el tedio posterior al sexo con un extraño. Se deshizo del dildo, se cubrió con el saco rojo y se dirigió a la sala. Enroscó su cuerpo en el sillón y miró el arbolito con todas esas luces de colores. El vacío regresó. Sólo pudo pensar que en algún lugar del mundo, el verdadero Santa penetraba una casa por la chimenea o por cualquiera de sus otros agujeros.

Eric Angeles

Editor y fundador de revista Iboga, literato de formación, mercadólogo digital de profesión y diseñador web cuando hay necesidad.

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