El objetivo principal de la ciencia es comprender la naturaleza. El producto de la actividad científica es el conocimiento. Sin embargo el conocimiento no es ni completo ni permanente; al contrario, está conformado por una serie de hechos, leyes y teorías que cubren sólo segmentos específicos de la realidad – que se han podido estudiar de acuerdo a las metodologías y conceptos propios de cada época – y que, por consiguiente, se han ido modificando de manera más o menos radical a través de los tiempos.
El método de investigación que se ha usado de manera preponderante para la producción de conocimiento científico históricamente es el llamado ‘Método científico’, que se sustenta en dos pilares fundamentales. El primer pilar es la reproducibilidad: este principio dice que si se repite un experimento bajo las mismas condiciones que el original, los resultados obtenidos se repetirán sin importar el lugar o las personas involucradas en la repetición. Este postulado se basa fundamentalmente, en la comunicación y carácter público de los resultados obtenidos en cualquier experimento, casi siempre dados a conocer a la comunidad científica en forma de artículos científicos.
Hay muchas otras características del método científico que sería conveniente destacar aquí para justificar la incuestionable veracidad de los resultados obtenidos mediante este método, pero para eso está Wikipedia. Lo que intento exponer aquí es la siguiente controversia:
La compleja e imponente estructura de la ciencia se basa en un simple postulado que se considera obvio para todos: los científicos dicen solamente la verdad – tal como ellos la entienden – o dicho de otra manera, los científicos, cuando hablan o escriben de sus experimentos, nunca dicen mentiras.
La idea de encontrar deshonestidad en la ciencia es impensable, repugnante. Los científicos (y la sociedad) consideran siempre garantizada la integridad de sus colegas. Uno puede pensar que son locos, extraños, simples, idiotas o en el peor de los casos ‘malviajados’, pero nunca piensa que falten a la verdad en forma consciente.
Y es que si un científico busca la verdad, resulta paradójico suponer que en su labor existiera un intento de falsearla. Sería una forma de pretender buscar la explicación de los fenómenos naturales por la vía de la mentira. Es entendible y previsible que se equivoque; o quizá explicable que su interpretación de los fenómenos sea incorrecta o incompleta: es parte del proceso. Pero, ¿Será posible que de forma deliberada se fabrique un experimento, se omitan datos relevantes o se plagien otros para mérito propio?
Conviene en este momento distinguir entre la mentira y el error: Errores cometen todos los hombres y mujeres de la ciencia. Los investigadores tienen conciencia de que el conocimiento generado por su trabajo es probabilístico e incompleto, pero cuando lo proponen están convencidos de que, por el momento, es lo mejor que existe. Por otro lado, y abismalmente diferente la mentira es una afirmación cuya falsedad le consta a quien la formula, sea porque la inventó o porque tiene pruebas de que no es cierta. El mentiroso sabe perfectamente bien que lo que dice no es cierto, pero de todos modos lo dice, seguro de que los demás le van a creer. Y por lo menos por un tiempo, que va de algunos días a milenios, se le cree.
Parecería entonces que un científico jamás podría mentir. Sin embargo después de un análisis bibliográfico e histórico hay evidencia de que en el quehacer científico existen el fraude y la deshonestidad (aunque su magnitud no se ha establecido con precisión). Este hecho constituye a su vez un descubrimiento científico: la ciencia puede ser objeto del engaño y de distorsión por parte de los investigadores sin ética. Y precisamente para eso está el segundo pilar del método científico: la refutabilidad, es decir, que toda proposición científica tiene que ser susceptible de ser falseada o refutada.
Un caso reciente donde el principio de la reproducibilidad de un experimento ha fallado ha puesto en la mira el trabajo de la bióloga japonesa Haruko Obokata, el cual presume la última novedad en generación de células madre que se publicó con todos los honores en la revista Nature del pasado 29 de enero.
Las células embrionarias son un tipo de célula que tiene la capacidad de convertirse en los otros diversos tipos de células que componen el cuerpo, y por lo tanto son una fuente ideal de células específicas del paciente. Estas células se pueden utilizar para estudiar el desarrollo de alguna enfermedad, la eficacia de los fármacos o lo más importante: también podrían ser trasplantadas para regenerar órganos dañados.
En un par de artículos Haruko Obokata describió la posibilidad de crear células madre casi idénticas a las embrionarias con un método increíblemente sencillo: sumergiendo las precursoras en un corto baño de ácido o aplicándoles otro tipo de estrés, como una presión sobre las membranas. Nunca se había hecho lo mismo con tanta facilidad. La reprogramación de células adultas suponía hasta entonces añadir una serie de factores químicos que retrasaran el reloj biológico de las células para que revirtieran la diferenciación propia de un tejido adulto y se conviertan en un material con capacidad de derivar en cualquiera de los tejidos del organismo correspondiente, como sucede en la fase embrionaria.
Así como lo estás pensando lector: Ésta sería la mejor (y quizá más económica) manera de tener material para la medicina regenerativa. Y todo iba bien, hasta que el propio Centro Riken en Kobe (el Instituto donde se llevó a cabo la investigación) anunció a principios de febrero que estaba realizando la revisión del trabajo de su científica, después de que la investigación de Obokata recibiera denuncias en los blogs especializados sobre el uso de imágenes duplicadas en los artículos, y de numerosos intentos fallidos de replicar sus resultados (Ajá, principio de reproducibilidad). Esta controversia causó que Nature convocara inmediatamente a científicos de distintas partes del mundo a reproducir los experimentos de la científica hasta que dos meses después, el día de hoy (primero de abril) el instituto Riken admitió ante la prensa que su promocionado y supuestamente ‘revolucionario’ estudio sobre células madre contenía datos fraudulentos.
El comité de investigación identificó dos instancias de mal comportamiento profesional por parte de Obokata. Uno involucra el montaje de partes de dos fotos en una figura del documento publicado: un acto de mala praxis en la investigación que equivale a una falsificación; la otra implica la reutilización de datos aparentemente provenientes de la tesis doctoral de Obokata, a pesar de que los experimentos doctorales eran diferentes y realizados en otras condiciones: esto es fabricación.
Los científicos de Riken aclararon que tomará tiempo determinar si los hallazgos del trabajo son realmente válidos a pesar de los datos cuestionados, aunque Obokata asegura que su investigación es genuina. Así que todavía no hay un final para esta historia, ya veremos qué más se descubre durante los próximos meses.
La gente no tiene presente que el conocimiento es, a pesar de todo, producto de una actividad humana que es sujeto a discusión y puede concluir con acuerdos o, en el peor de los casos, ser impuesto por la autoridad de una ‘eminencia científica’ que alimenta las esperanzas de sus autores al confirmar sus convicciones ideológicas, políticas o religiosas mediante la satisfacción de sus ambiciones como el ascenso, la fama o una retribución económica. Debido a estas razones de fondo, la actividad científica no está exenta del escándalo de fraudes como la actividad política, financiera, entre otras más populares por esta fama.
Todas las ramas de la ciencia tienen sus tramposos, desde la medicina hasta la física y las matemáticas puras. Sin embargo, los fraudes parecen más frecuentes en las ciencias relacionadas con la vida que en otras disciplinas, quizás por la importancia económica de esta ciencia, con la facilidad con que se puede argumentar la difícil reproducibilidad por diferencias biológicas de los especímenes (como en los experimentos de Obokata) y por el fuerte componente emocional cuando se trata de codiciadas curas milagrosas, que oscurece el raciocinio de quienes están involucrados directamente, los pacientes estafados y sus allegados.
En una profesión en la cual se trata de averiguar cómo es y cómo funciona el mundo real, decir la verdad es la regla número uno, la mentira no debería tener ningún lugar. Sin embargo la ciencia es un producto del hombre, somos nosotros los que inventamos y generamos el conocimiento científico, y somos seres humanos.
“En tanto que humanos, los científicos estamos sujetos a pasiones, intereses, ideales, tormentos, ambiciones, odios, deseos, sueños y presiones. Y aunque la mística de la ciencia predica que no se debe mentir, ocasionalmente los factores humanos mencionados son difíciles de conciliar y pueden sobrepasar la resistencia de una persona generando una mentira.
Sin embargo, por su propia estructura, la ciencia cuenta con una serie de mecanismos de seguridad que garantiza una corta vida a cualquier mentira: el espíritu crítico y la incredulidad propia de los científicos, que si no son congénitas se adquieren rápidamente por deformación profesional: la tradición de no aceptar nuevos hechos y/o teorías hasta que no han sido puestas a prueba en laboratorios distintos al de su origen, preferiblemente con métodos diferentes; la capacidad analítica de los miembros de los comités editoriales de las buenas revistas científicas, quienes celosamente cuidan que lo que finalmente se publica tenga buenas probabilidades de ser verdadero; la vigilancia no intencionada pero muy eficiente resultante de la naturaleza abierta del trabajo científico; que casi siempre se realiza a la vista de todo el mundo.”
Ruy Pérez Tamayo, en “Acerca de Minerva”, SEP, 1987.
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