Oh, gran señor San Agustín de Hipona, díganos, cómo definiría usted el tiempo.
“Si nadie me lo pregunta, lo sé; si trato de explicárselo a alguien que me lo pregunta, no lo sé”.
Existen diversas disciplinas que definen y explican el concepto del tiempo. Por una parte, la ciencia, vieja confiable, define el tiempo como una dimensión donde la materia pasa por una sucesión de estados; una serie de cambios dentro de un espacio determinado. Para algunos filósofos, como Aristóteles, el tiempo está íntimamente relacionado con el movimiento, el antes y el después de las cosas; sabemos que trascurre el tiempo porque observamos dicho desplazamiento. Para otros estudiosos, como el mismo San Agustín, el tiempo es algo inherente al ser humano, un factor que se gesta dentro de su pensamiento y desde el cual percibe y define su experiencia en el mundo. Es decir, el tiempo es memoria. San Agustín entendía el tiempo a través de la memoria, de nuestra percepción de presente, pasado y futuro. Con las múltiples subjetividades que esto supone. Pero antes de llegar a las divagaciones, baste ahora con explicar cómo funciona la memoria en nuestro cerebro y cómo es que creamos recuerdos perdurables.
Funes el memorioso, aquel personaje del cuento de Borges, no tenía la capacidad de eliminar recuerdos. No gozaba de eso que llamamos “memoria selectiva” y que no es más que nuestra capacidad de abstracción de la realidad. La abstracción es un gran superpoder que no debemos subestimar, pues gracias a éste somos capaces de enfocar nuestra atención en algo concreto sin volvernos locos con toda la información del mundo. Sin la abstracción, todos seríamos un Funes enloquecido tratando de asimilar todos los detalles de la realidad. Tarea imposible. La abstracción nos permite conceptualizar ideas y objetos sin reparar en todas sus partes y componentes. Un proceso similar al que nuestra memoria se somete todos los días.
A menudo se dice que para retener algo en la memoria es necesario poner atención. Desde los griegos y su diosa Mnemosine, el ejercicio de la memoria forma parte del desarrollo intelectual del ser humano. ¿Pero qué sucede con las vivencias cotidianas, con los acontecimientos que no requieren nuestra atención consciente y que percibimos sin decidir si formarán parte o no de nuestros recuerdos? Es decir, cómo es que el cerebro transforma una experiencia cotidiana en un recuerdo a largo plazo que quizás perdure toda la vida.
Conscientes o no, nos servimos de la memoria en todo momento. O más bien de las memorias, porque tenemos dos: una implícita y otra explícita. La memoria implícita es aquella que funciona mediante la ejecución directa de una acción, por ejemplo: andar en bicicleta, sabemos cómo hacerlo sin detenernos a recordar cómo lo aprendimos. La memoria explícita, por su parte, exige un trabajo consciente de nuestro pensamiento. Recordar a conciencia. Es en la memoria explícita donde se almacenan los recuerdos de personas, acontecimientos, ideas, hechos, impresiones y sentimientos (con todo y su exparejas). Esta memoria explícita constituye lo que llamamos nuestro pasado, y para considerarlo tal, el cerebro pasa por un proceso bioquímico que tiene lugar en una parte de nuestro cerebro llamada hipocampo. Es ahí, debajo de nuestra corteza, donde se gestan los recuerdos a largo plazo.
Una experiencia cotidiana se registra a través de los sentidos. La información contenida en esa experiencia entra de inmediato en nuestro hipocampo; desde ese momento ya es un recuerdo a corto plazo. Lo recién vivido. Este recuerdo permanecerá en el hipocampo por tiempo indeterminado, debatiéndose con nuestras percepciones y emociones si vale la pena o no recordarlo por mucho tiempo más. Si el recuerdo registrado logra convertirse en una memoria a largo plazo, saldrá de nuestro hipocampo y se mudará a nuestra corteza cerebral. Algo así como una madre que, una vez listo su retoño, lo deja volar fuera del nido para que viva independiente. Un recuerdo independiente y adulto.
Pero el proceso de la memoria no termina con la fijación de un recuerdo. Recordar es resignificar. La famosa expresión “hacer memoria”, implica un proceso de tres tiempos: pasado (el recuerdo mismo), presente (el momento en el que se recuerda), y futuro (nuestra proyección de lo venidero a partir de los dos tiempos anteriores). Cuando evocamos en la memoria un recuerdo previamente fijado, éste vuelve a convertirse en una memoria a corto plazo y viaja de nuevo a nuestro hipocampo. Pasará por una segunda consolidación y adquirirá nuevas conexiones, un contexto nuevo. Se convertirá en una nueva memoria a largo plazo. Ya no sólo recordaremos el recuerdo mismo sino las veces que lo hemos recordado. Las veces que lo hemos narrado. Por eso recordar resulta más una construcción que una representación, porque el recuerdo es mutable, existe en el tiempo y por lo tanto, puede resignificarse. Me gusta llamarle metamemoria a este recuerdo del recuerdo, pues a menudo este proceso nos da la pauta de lo que no nos gusta recordar, hemos memorizado lo que nos hace sentir. Este proceso de actualización en el hipocampo puede ser infinito, la memoria no se colma de recuerdos (de recuerdos).
La memoria actúa como un mezclador de las experiencias sensoriales —auditiva, olfativa, emotiva, táctil, espacial—, unificándolo todo en un recuerdo único. Recordamos un todo. Sin embargo, el recuerdo suele detonarse por medio de sus partes: un olor, una textura, una imagen, una voz, etcétera. Sabemos abstraer, pero nunca exageramos, pues ir más allá de la abstracción a menudo trae problemas para superar los recuerdos más amargos.
Almacenar memorias explícitas y crear conexiones entre ellas es un proceso natural del cerebro. No obstante, no todos hacemos memoria de la misma forma. Las operaciones cognitivas del recuerdo —razonamiento, búsqueda, toma de decisiones, creación de imágenes— dependerán en gran medida de nuestra capacidad de concentración así como de nuestra personalidad. Un psicólogo de nombre Felix Vázquez escribió: «olvidar supone el ejercicio pleno de la memoria». Entonces, qué recuerdos, o qué parte de estos, podrían perderse en su viaje al hipocampo cerebral. Cuántos detalles podrían estar ahí esperando a ser rescatados en una de las actualizaciones de nuestro sistema. ¿Cuántos son ya irrecuperables? ¿Es el hipocampo el Triángulo de las Bermudas de nuestros recuerdos?… “Si nadie me lo pregunta, lo sé; si trato de explicárselo a alguien que me lo pregunta, no lo sé”.
Pero quizás el tiempo pueda despejar las dudas.
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