Yareli Baas
Es triste confesar que rara vez una cinta mexicana me produce tanta expectativa como me sucedió con Halley. Desde que supe de su existencia quise saber todo sobre ella, pero tuve que esperar para poder verla cuando se estrenó hace unos días. El tráiler me había cautivado de un modo extraño; prometía un ritmo al puro estilo de Carlos Reygadas, pero lo más importante: prometía ausencia ¿de qué? Eso era exactamente lo que quería descubrir. Aunado a eso estaba la promesa de un nombre nuevo: Sebastián Hofmann.
Halley es una historia difícil de diseccionar, pero en términos sencillos sería algo así: la historia de un hombre que se descompone día a día en un intento por detener el tiempo que, literalmente, lo carcome. Sin embargo, sería deshonesto de mi parte decir que es lo único que vi aquél día. Así que vamos por partes.
Hofmann, los cuerpos y la enfermedad.
Sebastián Hofmann lleva en las venas la sangre cinematográfica de su padre Henner Hofmann, actual director del Centro de Capacitación Cinematográfica. Confiesa además ser fan desde joven de directores de terror y ciencia ficción como John Carpenter o David Cronenberg. Antes de Halley, Sebastián realizó cortometrajes que ya habían sido bien recibidos especialmente en los medios electrónicos; probablemente el más importante sea Jaime Tapones, que ya jugueteaba con su obsesión por la forma en que el cuerpo puede volcarse en nuestra contra, ya sea por enfermedad o algún otra causa que no necesite justificación. Halley retoma estas dos obsesiones: cuerpos y enfermedad.
Beto trabaja como vigilante nocturno de un Gimnasio que abre las 24 , situado en algún punto de la ciudad de México. Quiero hacer énfasis en el contraste que existe entre las extensas secuencias de Beto observando y procurando su mermado cuerpo, sacando las larvas que pululan en su brazo, colocando algodón en sus fosas nasales y oídos y maquillando su pálida piel, a diferencia de los cuerpos sanos de los clientes del gimnasio que entre sudor y esfuerzo parecieran ser un recuerdo doloroso de un tiempo pasado en la vida del personaje que no le es mostrado al espectador. El tema de la enfermedad como tal no es puesto en pantalla, no al menos en el caso del personaje principal, pero sí en la secuencia donde, cual alma en pena, recurre a una iglesia donde un sacerdote da esperanza para ciegos, paralíticos y otros enfermos para seguir adelante. No obstante la cinta plantea discretamente la pregunta ¿con qué objeto vale la pena tener esperanza? ¿Venimos al mundo a sufrir? La respuesta es: no.