Por: Andrés Piña
Un centro, un escenario, músicos y gente en los alrededores. El leve aroma del jazz se siente, se percibe como el perfume fino de una bella mujer, como ese humo de cigarro que da vueltas en el aire, enrollándose una y otra vez, generando círculos perfectos en donde la naturaleza de las cosas siempre es hermosa. Es increíble ver como entre Luis G. Urbina y Emilio Castelar, se da una suerte de magia y poesía. Estamos en Polanco, en el Teatro Ángela Peralta, pero las cosas ya no son cosas cotidianas, los bares ya no son bares, ni las personas son personas, son otra cosa, son un culto de adoradores, de magos, de poetas que se juntan a orillas del tiempo, a escuchar un poco de jazz, que no es mucho, pero que se escucha como un mezcla de sonidos inmortales. El Festival Internacional de Jazz en Polanco gime y llora, música, notas y voces. Tres veces lo hace, y tres veces nos baña con una música que viaja entre las calles, entre los árboles. No somos más que unos pequeños dioses enfrente del mar, escuchando como truenan las olas, como improvisan, como buscan nuevas y diferentes maneras para cada nota, llevando al extremo el número infinito de posibilidades en que pueden tocarse, sentirse, experimentarse. Hay una divinidad palpable en el jazz, quizá por eso nos quedamos ahí, esperando recibir un poco más de esperanza, de vida. Al final, después de un Tlaxcaltecatl Latín Jazz que invocaba a los viejos titanes de nuestra América, vino Daniel López Infanzón con su cuarteto, descubriendo los colores que empapan la tarde, cada pieza subía y bajaba abollando el concreto, ese metal que construye tus ojos. Fotografía límpida de un claro atardecer, escenografía revolucionaria, tomografía de jazz que mediante rayos x construye nuestra realidad. Un radio total y clásico es Chacho Gaytán, que no cesa, el jazz es otra forma de resistencia, otra forma de amor. Quizá por eso cuándo Héctor Infanzón toca, la tierra se mueve, se acomoda, tiene que seguir el beat del piano, lo mismo qu e su cuarteto. El mundo va como va el jazz, y eso es moneda corrida, diría Borges.