Creación

Ensoñación de Olimpia

Daniel Ríos Rocha

A Olympe de Gouges

La voz se apodero de la sala. El aire seco reinó la habitación donde andábamos de juego y copas. Volví la vista y descubrí que aquella mujer tenía la mirada azulada y fría, un extraño presentimiento me invadió cuando corrí la vista por el puñal que cargaba en la mano izquierda. Una dama buscando pelea siempre es un mal augurio porque se sabe que no cesará hasta vomitar la ira que lleva dentro. Más aún cuando Olimpia concentraba la venganza de milenios de patriarcado triunfante. Por esos tiempos nada podía hacer la mujer cuando un hombre tenía en sus manos el porvenir del seno familiar, era el fin y el destino. En este caso todo parecía de cabeza.  Por la cabellera rizada se dejaban ver unos ojos encendidos pero apacibles, sabíamos que la venganza de ella destruiría por completa al desdichado amo de sus desgracias. El tendero después contaría a detalle de las muchas bajezas que el finado Lorenzo Marticorena ofrecía a la mujer, eran tan atroces que gracias a dios las he olvidado. Oli, como por entonces le decíamos de cariño en el insipiente suburbio, siempre fue una mujer sencilla, llena de la abnegación que se esperaba de toda mujer que se preciara del afecto y el respeto de la gente bien de aquellos días, que en gracia hemos abandonado.

Fueron tiempos de revuelta, donde la gente tenía ganas de sangre, muchos se quedaron con la costumbre y fueron a terminar en cualquier arrabal olvidados, otros más, conversos, vivían de la nostalgia de tiempos idos y que de vez en vez ejercían asesinato sólo para no perder la costumbre. Como era de esperarse, nadie se salvó, nadie en buen juicio podía salvarse. En esos días la rueda del destino, madre de los hombres, se comía a tragos a sus hijos. Supongo yo, que fue el caso de la hermosa Olimpia.

La pequeña entró y dio un vistazo. Esperaba, creo yo, encontrar al finado Lorenzo en el lugar de siempre, pues éste se pasaba por ahí todas las tardes; jugaba a las cartas, tomaba ginebra y después subía por las escaleras acompañado de la lujuria y alguna nueva del local. Todos sabían que él no perdía oportunidad de doblegar con base de fuerza y billetazos a las que por ahí llegaban deseosas de enviar un poco de monedas al sur del país. Después de la última campaña, se decía que Lorenzo amasó una considerable fortuna, producto de su facilidad de guerrerar y saquear las poblaciones que encontraba en su camino de muerte y contradictoriamente, de revolución.

Olimpia no encontró al finado, ya era tarde para hallarlo ahí, en sus labios afilados se notaba la frustración y el enojo por no encontrar a su presa. Exclamó un grito desesperado, parecía la sentencia de muerte de Lorenzo. De nuevo, el silencio incómodo que precede a la esperanza de que algo horrible iba a suceder. Con pasos largos y firmes ella, la mujer que sólo el día anterior salía con la mirada gacha por las hogazas de pan y el kerozen de las lámparas, caminaba en busca de un destino que tuvo que buscarse y ganarlo, porque de otro modo ella sabía que nadie lo podría hacer.

Salimos de tras de ella. Yo no sabía dónde irían a terminar las cosas, pero si de algo estaba seguro, es que ese día seria el último que vería a la querida Olimpia. Mientras caminaba, se podía sentir como ella progresivamente iba pisando la calle polvosa con la seguridad que da el tener alguna certeza o razón de hacer las cosas que emanan de la convicción, de tener la verdad de su lado. El camino se hizo largo y tedioso más por el miedo que por el morbo propio de las multitudes alebrestadas.

Fuimos a encontrarlo – y digo fuimos porque el pueblo entero no perdió detalle del acontecimiento inaudito de ese día-, en el cobertizo detrás de su casa, donde según se cuenta, Lorenzo tenía guardado los muchos tesoros que había adquirido en las campañas turbulentas de la revolución. Aturdido por el alcohol, ni siquiera se inmutó al verla, parecía como si la figura de ella fuera un mueble más de la casa o un pequeño y rizado animal de su propiedad. Fue entonces cuando ella le propinó tremendo revés que el pobre, desconcertado,  sólo atino a soltar una tímida exclamación de asombro al tiempo que caía sin fuerza sobre los costales de paja. Inmediatamente le soltó uno, dos, tres patadas en la cara y el estómago. El hombre yacía inconsciente por el suelo seco y duro. Olimpia se volvió a nosotros, exigió que la dejáramos sola con el hombre, su imagen se perdió cuando cerró las puertas del cobertizo. Por un instante el silencio inundo el lugar, pensamos lo peor, lo indecible.

Cuando entramos Olimpia ya no estaba, sólo el bulto de un hombre tirado como decoración del pasado que fue eso. El bulto respiraba, jadeaba lastimosamente. En el suelo regados miles de papeles impresos. Después supimos que era un escrito que ella, Olimpia, había redactado en secreto meses antes. Lorenzo murió meses después en el lugar donde pasaba todas las tardes embrutecido, la sombra de él no decía nada, pasó desapercibido para los nuevos extranjeros que llegaron a poblar el lugar.

Como le digo, nunca volvimos a ver a la pequeña Olimpia, algunas noticias nos llegaban del norte o del sur, según de quien viniera, nada en concreto. Seguro hay mucho que no se ha dicho, por una voz francesa supimos que sus últimas palabras fueron, la mujer tiene el derecho de subir al cadalso; debe tener también el de subir a la Tribuna.

Daniel Ríos Rocha

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