Miguel Angel Araujo
Jesús estaba sentado en la última mesa, al fondo a la derecha, donde las sombras se impregnaban con el aroma de la humedad y las paredes desconchadas se parecían más a un cadáver carcomido por los cuervos. Los asientos parecían cuadros de Picasso, pero la pintura había sido sustituida por sangre, orines, cerveza y vómito. El bar estaba solo, oscuro, silencioso. El dependiente agazapado a un lado del barril no dejaba de mirar a Jesús que en aquel momento se disponía a encender el cuarto pitillo de la noche. Lo sujetó entre sus labios, contempló la flama de su encendedor, desde la barra le llegaba el mecánico tick-tack de un viejo reloj, encendió el cigarrillo, le dio una calada y dejó que el humo se mezclara con el aire polvoso del ambiente.
La puerta del bar se abrió en ese momento, el calor y la luz del sol de un martes cualquiera por la tarde penetró en el ambiente, las sombras chillaron de rabia. Un hombre alto y delgado entró titubeante, cubría su cabeza con el gorro de un abrigo rojo que llevaba puesto, las facciones de su rostro quedaban ocultas bajo una barba oscura y abundante, sus ojos color miel escrutaron el lugar. Jesús alzó la mano desde su asiento para que el hombre lo reconociera, éste llegó hasta la mesa, se sentó frente a él, sujetó su mano derecha entre las suyas y la besó con devoción.
-Maestro, he venido tan rápido como he podido –la ansiedad y el nerviosismo se desbordaban de su voz a cada palabra.
-Y ahora estás aquí, es todo lo que importa –Jesús colocó el cigarro en la mesa, tomó las manos del hombre con suavidad y las humedeció con un beso–. Ahora quiero que ahogues tus inquietudes con un buen trago. Pide y se te dará.
-Sólo un café, eso bastará para saciar mi sed. Para llenarme de calma tengo su voz, maestro.
Jesús levantó una mano para llamar al encargado del bar, hizo una seña y minutos después el hombre se acercó a la mesa con una taza con café negro. La colocó frente al acompañante de Jesús y ofreció a éste otro cigarrillo para después retirarse y volver a su profundo silencio detrás de la barra.
-¿Vendrán los demás, maestro? –preguntó el hombre del abrigo rojo tras un par de tragos.
-He solicitado tu presencia porque es contigo con quien deseo hablar antes de esta noche. Los demás llegarán más tarde para la cena.
-¿Puedo preguntar por qué yo, maestro? –sus manos temblaron y la taza tiritó entre ellas hasta derramar un poco de café.
-Me han dicho que te vieron hablar con los italianos. Quisiera saber, si no es secreto, el motivo de esa conversación.
-¿Quién le ha dicho eso maestro?, es una vil mentira. Se lo juro. Yo no he tenido nada que ver con ellos. Tengo clara la enemistad que debe existir entre nosotros. Si yo me acercara, lo más seguro es que me colgarían de un árbol.
-O te clavarían en un par de maderos, da igual, a menos que tengas algo que les interese y que hayas ofrecido, ¿a cambio de qué, mi dulce hermano? –Jesús estiró una mano para acariciar el rostro aterrado del hombre -¿cuántas monedas pueden darte, que no pueda yo multiplicar?
-Esto es un malentendido, maestro. Lo que dice no es verdad… -una bofetada lo interrumpió, las lágrimas escocieron sus mejillas y humedecieron su barba.
-Has negado la verdad en mis palabras. Me has llamado mentiroso. Y me has mentido. No puedo soportar más, hermano mío –Jesús se puso de pie, desfundó un revólver bañado en plata, el cañón besó la frente del hombre que lo miraba con el dolor incrustado en sus ojos.
-Perdóneme, maestro, no sabía lo que hacía –el sonido del disparó terminó con las suplicas. La bala atravesó el cráneo y el cuerpo cayó sobre la taza con café que se derramó para mezclarse con el rojo oscuro de la sangre. Once hombres entraron al bar en ese momento, se dirigieron con prisa a la escena del crimen. Jesús avanzó hacia ellos.
-Cuelguen su cuerpo en el olivo de la plaza central. Quiero que los italianos lo vean. Que sepan que esta noche no, ni ninguna otra, me han de traicionar.
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