El Túnel
Después de haber recorrido todas las demás atracciones, nos acercamos, por fin, a aquel gran túnel. Lo dejamos al último porque ya sabíamos que era lo más cabrón de aquel parque de diversiones. Ya en la sillas voladoras, en la fila de la montaña rusa, en el tiro al blanco, en la mismísima entrada al parque, habíamos escuchado el chismorreo de su inverosímil grandiosidad. No teníamos miedo, en realidad nos sentíamos un poco escépticos porque, a pesar de no saber qué chingados era, sabíamos que la gente tiende a exagerar. De cualquier forma, ahí estábamos, tratando de ver más allá: no se podía ver nada, el túnel era oscuro por dentro y una selva espesa respiraba por fuera.
Caminamos a través de sus fauces y a unos pocos metros había una máquina con un pequeño recuadro en el que tenías que escribir tu nombre con una delgada pluma de plástico; inmediatamente digitalizaba el camino de la pluma el cuál después aparecía en la pantalla superior . El letrero decía lo siguiente: “Escriba su nombre sin apellidos, exclusivamente en cursivas concatenadas”. Había quien no leía las instrucciones y escribía sus tres nombres con sus dos apellidos , había también quien, cagado de la risa, escribía su apodo o una mentada de madre. Yo escribí “Elba” aunque es, de mis dos nombres, el que menos uso. La máquina, al igual que a todos, me escupió un número (0710) y, con éste, el permiso para atravesar el torniquete. Los esperé del otro lado.
Todos juntos, caminamos por un espacio oscuro atravesado por proyecciones de luces blancas que se movían sin parar, nos atravesaban y cuando lo hacían, veíamos nuestro esqueleto. Era como vivir en carne propia el video de la canción Hey boy Hey girl de los Chemical Brothers pero, en vez de esa canción, se escuchaba nuestra algarabía en reverberación profunda. La caminata se volvió larga, tanto, que el miedo se convirtió fácilmente en ansiedad y la algarabía, que momentos atrás era insoportable, permutaba lentamente en el rumor del oleaje y el graznido de las aves. Con una respiración pausada y calmada, nos formamos en la cola de la última fila. No era para nada larga.
Rápidamente pudimos percatarnos que cada uno de nosotros se sentaría en una pequeña silla individual que iba sobre rieles, una tras de otra. Al sentarte era necesario digitar el número que te había brindado la primera maquinita y si no te acordabas o el número era erróneo, la silla se desviaba por un riel secundario, que después supe, llegaba a la entrada. Al sentarme, recordé perfectamente mi número con una gran sonrisa, ¿cómo podría olvidarlo si era el día y el mes de mi cumpleaños? “me encantan las casualidades”, pensé. Siendo la primera del grupo, les dije adiós con la mano.
Viendo de frente a la oscuridad, mi silla se paró, el respaldo que estaba a 90º, como cualquier otra silla, se inclinó hacia atrás hasta llegar a unos 45º. En aquella incertidumbre se abrió del negro un circulo grande y azul. Supe que era el cielo.
Después de un sonidito, pasó: Salí disparada por los cielos para dar vueltas y vueltas. El mar-cielo-mar-cielo-mar ¿mar? me hacían sonreír y gritar y babear. Desate de adrenalina inmediato.
Caí y salí del agua velozmente. Con tos por haber tragado agua salada, traté de alcanzar alguna de las donas inflables. Estaba fascinada… fascinada… ¡ni siquiera sabía que el mar estaba cerca! Y fluyendo en las aguas, quise ver el lanzamiento del siguiente afortunado. Fue en ese momento cuando supe que los murmullos que hablaban de la inverosímil grandiosidad de aquel túnel no exageraban ni un poquito. Salío Ana disparada por los cielos. Salió dando vueltas y vueltas que con una sutil estela de humo pintaban su nombre. Después Rulo Aaaron Faby Gaby...
Pasamos la tarde mirando nombres en el cielo, nadando e intentando comprender cómo es que habían hecho funcionar esa maravilla.