Por Selene Aguilar
Las ocho. Sólo habían pasado 10 minutos. Carmen se levanta por tercera ocasión de la silla, se pone un tacón en cada pie y se baja la minifalda, acomoda la tanga y se ve al espejo nuevamente.
Un azul metálico cubre sus párpados delimitados por línea naranja donde empiezan las pestañas postizas. Aplicó el labial con finura y presionó la yema de los dedos en sus pómulos una y otra vez. Volteó a ver el reloj: 11 minutos.
Se puso de perfil. La camisa blanca de tirantes se ceñía más a su cuerpo, aunque dos bolitas de grasa se asomaban sin compasión a los lados de su cintura. Carmen suspiró frustrada. Retuvo la respiración para sumir el estómago. Se vio delgada, con una curva seductora debajo de los senos. Sonrió. Como siempre pensó que la felicidad y la comodidad se resumía a una sola cosa: estar delgada.
Volvió a mirar el reloj. 12 minutos. Carmen movió inquieta su tacón en el piso. Arriba, abajo. Arriba, abajo. Podría aprovechar el tiempo y recoger los residuos de la comida, tirar la basura, lavar los trastes, levantar su ropa… pero nada hizo. Sólo quería que él llegara. Seducirlo, provocar su desconcierto. Luego la reconocería, sabría que era ella, la de la lavandería, la misma que tiró por accidente un jugo en el supermercado cerca de él, la que se encontraba en las escaleras cada vez que venía a dejar un pedido.
Al principio él se sorprendería, miraría su cuerpo: las piernas, la blusa blanca, los pezones marcados.
Ya eran 15 años haciendo lo mismo: espiar a sus vecinos para ver qué tipo de comida a domicilio pedían. Identificaba al repartidor, lo seguía e investigaba toda su vida: si tenía pareja, si era gay, si era su único trabajo, sus horarios… Un mes de adrenalina acosando la próxima víctima sexual…
El teléfono sonó. Carmen no se movió; se quedó mirando el foco rojo que parpadeaba en el aparato. Pronto entraría la contestadora, ahorita no estaba para nadie. Una voz preocupada de hombre se escuchó en la habitación, era Rogelio, el chico de 25 años con un departamento en la calle San Juan de Letrán y una moto de segunda mano. Carmen puso los ojos en blanco y se acerco de nuevo al sillón para oír con más claridad. Quería verla, llevarla al cine o al parque. Le dejó su número, nuevamente, y la dirección de su casa. Le mandó besos y le deseó buenas noches. Un agudo bip anunció el fin del mensaje. Era la tercera vez que la llamaba. No era algo de que preocuparse. “Seguro no llama seis veces”, pensó.
20 minutos. Volvió a quitarse los tacones, se dio un pequeño masaje en a planta de los pies y luego los metió entre los cojines del sillón, pero sintió algo áspero. Metió la mano para ver de qué se trataba. Era una hoja doblada con letras deslavadas por los años: “2001, parque de las intervenciones”.
El corazón de Carmen comenzó a latir con fuerza al creer de lo que se trataba. Desdobló la hoja. Una pareja sentada en unos columpios le sonrió desde la fotografía. Él la abrazaba con cariño; ella le tomaba la mano. Carmen sintió un escozor en la nariz, los ojos llorosos y la cabeza llena de recuerdos que hacía mucho se había prohibido traer de vuelta.
Las imágenes se colaron sin darle la oportunidad de negarse. Carmen se vio hace 25 años atrás, esperando a que Raúl saliera del trabajo. Se quedaron de ver a las seis en punto en los juegos del parque. Ella llevaba su abrigo beige y unos mayones negros con botines del mismo color. Raúl le había preparado una sorpresa. Lo vio acercarse con su chamarra de piel, el cabello rizado alborotado y sus botas negras. La besó en la mejilla y hablaron de su día. Compraron helado, y mientras veían cómo unos niños se reían de la vida, Raúl le pidió que fuera su novia. Un abrazo, muchos besos…. Una señora pasó con su pequeño hijo y le pidieron que les tomara una foto para el recuerdo. Él abrazó con cariño; ella lo tomó de la mano.
Carmen sonrió y luego recordó la segunda parte de la historia: las discusiones, los problemas, las mentiras, todos los pesares que están escritos en letras pequeñas cuando uno acepta una relación amorosa.
Movió la cabeza bruscamente de un lado a otro para despejarse, paseó sus dedos hacia atrás entre su cabello y miró el reloj. 28 minutos. Sonrío satisfecha.
Miró la puerta con ansias. Sólo dos minutos, sólo dos. Si se pasaba de los treinta, ya pensaría en el castigo perfecto para él.
Carmen dio un pequeño brinco en el sillón cuando sonó de nuevo el teléfono. Seguro era Rogelio, que no se cansaba nunca, por lo que decidió contestarle para que dejara de molestar. No quería ninguna interrupción en la siguiente hora.
—¿Bueno?
—¿Carmen? ¿Hija?
Carmen no contestó, se quedó en blanco varios segundos, hacía mucho tiempo que no escuchaba esa voz.
—¿Carmen…? ¿Sigues ahí…? ¿Bueno?
—Sí, sí, señora, ¿cómo ha estado? — a Carmen se le secó la boca —hace tiempo que no la escuchaba.
—¡Ay, linda! Lamento molestarte en estos momentos. — la mujer sollozaba —pero es que no se me ocurrió a quien más llamarle.
—No se preocupe. ¿Qué sucede? ¿Todo bien?
—Es Raúl, mi niña. Mi Raúl tuvo un accidente. Estaba en la moto, regresó del trabajo y lo atropellaron. Mi Raúl se me fue.
Carmen se quedó paralizada. Esperaba sentir las lágrimas correr por sus mejillas y destruir todo su premeditado maquillaje, pero nada salía de sus ojos. Simplemente permaneció ahí, quieta con la respiración entrecortada.
—Carmen, linda, si pudieras venir. No conozco a nadie más, lo sabes. Y tú eras la persona más cercana a Raúl… Por favor, niña.
Carmen contestó con un sí automático, apuntó la dirección y colgaron.
El timbre rompió con la quietud. Carmen se levantó para abrir la puerta. Un chico de 26 años con un casco de motocicleta y una caja de pizza la veía sorprendido por el atuendo que llevaba.
Carmen tomó el pedido, le dio el dinero y cerró la puerta.