Por Luis F. Alcántara
Y el isócrono ritmo de las cuatro caderas
engendrando los ejes de una blanda espiral…
Renato Leduc
Algo te lleva de la mano. El abismo es cada vez más corto. Estás a punto de salir y el recuerdo vuelve, incesante. ¿Rabia, tristeza, celos? Lo viste de nuevo, como siempre. Se acercó lentamente a la cama, sin decir palabra. La quijada fuerte, las venas marcadas en los brazos. Puso sus manos en los hombros de Claudia. Pudiste ver cómo se erizaba el cuello cuando Antonio acercó sus labios, cuando rozó con su lengua la pequeña oreja. La piel blanca se fue humedeciendo. Voz gruesa y profunda: te amo. No hubo respuesta. Pero la blusa se fue fácilmente, dejando al aire los pequeños senos que él apretó con una mezcla de fuerza y ternura. Y los besos comenzaron a descender por la espalda, despacio, sin olvidar un solo centímetro de piel. Al caer, la falda dejó a la vista unas pantaletas color rosa, la firmeza de dos nalgas insinuadas, la finura de la espalda baja con su juego de sombras y luces, los muslos incitantes en su inmovilidad. La respiración se acelera, el pecho lo hace evidente con un subir y bajar continuo, rítmico. Ella seguía en silencio, quieta, con ojos y labios apretados. Él la tiró sobre la cama y se echó encima. La sangre fluye, palpita, se concentra. El cuerpo desnudo de Antonio fue demasiado.
Insoportable. Te volteaste como si tu espalda pudiera evitar el goce, la penetración, lenta primero, cada vez con más fuerza: un aumentar de violencia concentrada entre sus piernas, sumergida en la indiferencia de Claudia. Seguro él no se da cuenta, pensaste, nunca se da cuenta… La saliva en la nuca, mordiscos, jadeos que no se detienen. Cubriste tus oídos para no escuchar. ¿Rabia? Ves tu propia cama e imaginas que estuviera allí, tocándote, rozando tus muslos en vez de aquellos. ¿Tristeza? Vivir en el espejo no es lo más justo, no poder escapar a esos cuerpos desnudos, juntos, conectados. ¿Celos?
Una maleta en cada mano, traje y corbata. Sus pasos con cuidado, sin saber que ella no dormía, que no durmió en toda la noche. Al fin se fue. El espejo es un abismo que se acorta con tu voluntad; un río de cristal que te separa de la habitación. El recuerdo vuelve pero no te vence. Sales del espejo y tu desnudez queda expuesta: la caída de tu cabello de pura sangre, tu piel de caoba, tu mirada de felina indomable, tus senos como frutos maduros del placer, y tu sexo, un lirio rosado donde se acuestan las fantasías a dormir la siesta. Caminas despacio, tu respiración comienza a alterarse con cada paso; la cercanía del cuerpo. Arrancarle esa camiseta, acariciarla toda, limpiar las pecas de su espalda con la mano, hacerle otra piel con tu saliva. Al fin puedes tocarla, al fin ella sonríe. Se limpia las lágrimas y, cosa que tú no puedes, se olvida de su esposo. Suspira: sus dedos en tus labios, sus labios en tu cuello.
¿Cuándo regresa?
En tres días.
Las manos vencen esa barrera de tela, un pezón despierta de su sueño entre pulgar e índice. El instante de las miradas juntas, vértigo que aún no estalla, ni se desvanece. El beso es casi eterno, se juntan los muslos, los pubis. Como si nadaran en aguas cálidas. Se hunden, poco a poco, en dos placeres enlazados, asfixiantes. Tocan el fondo de un mar de completud y perfección.
Las ondinas flotan junto a ustedes, con ustedes, las tocan, succionan de su piel, beben de sus senos y encuentran el universo entero entre sus piernas. Los cuerpos se arquean, tiemblan en sus rincones ocultos. Ambas se mueven, entrelazadas, dos clítoris besándose en una lucha interminable. Los fluidos se mezclan en un maná almibarado, suave al olfato, frágil al tacto. La piel se enrojece con cada caricia salvaje, una invisible red de saliva une los cuatro senos a punto de estallar. Al final, nada se contiene, llegan hasta el fondo húmedo del placer. Un grito único, venido desde muy lejos, el último aliento, se contiene la respiración y el universo explota sobre esa cama; en cada poro se extingue la materia; todo desaparece. Y el polvo restante crea puntos suspensivos.
Ahora el cuarto flota en esa nada. El espejo brilla, te llama. Claudia, exhausta, sobre la cama, mira cómo te levantas. El contoneo de tus nalgas al ritmo de los pasos, tus piernas largas y el fruto vivo en medio de ellas, el océano donde ya desea volver a nadar. Pero tú te vas. Sabes que del otro lado te esperan. Aún hay más rabia, tristeza y celos. Alguien está ahí, alguien que no sólo te hará nadar en aguas mágicas, sino también calcinar tu mirada en su cuerpo, sostener el cielo con el bajo vientre y derrumbarte como las montañas, para despertar mezclada con su sudor, entre sus brazos de roble, frente a sus ojos claros
Cruzas el espejo y lo ves allí, desnudo, cubierto por una sábana blanca. Te acercas, lo besas, te abraza, comienza a desnudarte.
¿Cómo está Claudia?
No te preocupes, Antonio, la dejé tranquila.