Categorías: Creación

Cruces Rosas

Por Lucy González

Ésta no es la típica historia de “le paso al amigo de un amigo”. Me ocurrió a mí y a nadie más, lo que hace más cabrón que se las cuente.

Soy una chilanga, hippie, fresa pandrosona que se vino a vivir a un jodido rancho del Norte de México por las vueltas que da la vida. Lo de fresa no lo digo yo, me lo atribuyó mi novio al saber que estuve varios semestres en la Ibero estudiando literatura. Lo conocí en un reven, yo con coronita en mano; él de  arrogante y mamón, con porte de señor sabelotodo. Era el único pendejo tomando vino en toda la pinche party.

Más tarde supe que era el anfitrión de la fiesta: se le notaba a leguas el billete. Antes que nada, aclaro que no es lo que me atrajo de él. Lo vi detenidamente: moreno pero no prieto, de brazos musculosos y manos grandotas para agarrar bien; simplemente mi ideal de hombre. Lo mejor: su miradita tierna de ojos cafés contrastante con esa barba perfectamente aseada. El mismísimo diablo hecho persona.

Tan sólo de recordar las fachas en las que me presenté me da el oso. Más de un mes sin bañarme y un par más sin lavarme los dientes, es lo mínimo que realmente había transcurrido. Y así le gusté, con rastas, costras de mugre y pelos por todos lados.

La peda siguió. Tomé otra cerveza, un mezcal y una copita de vino nomás pa’ quedar bien con el anfitrión. Tan amble que ofreció cigarritos de marihuana a toda la banda allí presente, y no cualquiera, mota de la chida.  Nomás no supe de mí hasta después de dos días del guateque.

Según mis flashback tuve un revolcón con él, bien intenso gracias al bendito churro. Pasó un buen rato y seguí, o mejor dicho, sigo con ese canijo incluso después de que me mandó a chingar a mi madre. ¡Pero se la peló, fíjense!, yo hice que fuera a chingar a la suya y más fuerte.

Verme salir de la foto de un periódico local, destazada y como dicen por ahí, triste ojerosa y sin ilusiones, lo dejó loco. Merecido lo tiene, empedarme con un chingado tequila adulterado que casi me deja ciega es una cosa, pero dejarme tiesa con un coctelito viajero no tiene perdón de Dios. Sentir esa porquería recorrer mi cuerpo y ser arrollada por un camión son la misma cosa.

Suspiré o gemí, ya ni sé. Viajé a otra dimensión desde la que pude ver mi cuerpo sin vida tirado en un mugriento llano. Algo lo guió a la cajuela del lujoso Mercedes, a sacar un machete oxidado.

Ingenua vi mi torso cercenado y cada uno de sus miembros más deforme uno del otro. Encabronada y al rojo vivo pensaba en desquitarme, y con creces. Brincar de la primera plana del periódico y sentarme junto a él fue perfecto, lo dejé más que helado. Sollozar y hacer brotar chorros y chorros de sangre de mis heridas le dio más punch al asunto. Por poco y se me pasa la mano.

Fascinada al verlo arrodillado ante mí, implorando compasión; mi corazón de pollo cedió. Le otorgué el perdón. Decidí quedarme con él y seguir pasándola rico. Lo peligroso, me temo, es que por mí la policía no lo encierra. Más de una vez, estuvieron a punto de cacharlo con las manos en la masa.

 A veces le dejó escabecharse a una que otra indita de las maquiladores de Juárez. ¡No se espanten! ya no es tan culero como lo fue conmigo, a estas mugrosas ya no las viola, pese a que la prensa amarillista diga lo contrario. Por eso pone cruces rosas, como garantía de que no las desvirginó.

Eric Angeles

Editor y fundador de revista Iboga, literato de formación, mercadólogo digital de profesión y diseñador web cuando hay necesidad.

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