Viaje-fiesta, el pueblo de Guanajuato y los polis rabiosos
“Se está, se está, se está formando el pulpo. Se está, se está, se está formando el pulpo”, las voces gritaron al unísono y los brazos entrelazados llevaron la boquilla de la cerveza a sus respectivas bocas, en un candelabro de carne y alcohol. Ya se nos habían acabado los cuatro cartones de cerveza, por lo que bajamos en la FES Cuautitlán-Izcalli como legión a orinar y por refrescos para las bebidas. Éramos 15 personas, y aproximadamente cargábamos con 12 botellas de vodka, whiskey, ron y tequila.
Yo sólo conocía a Gerardo y a su amigo Mauricio de otras borracheras nocturnas, y reconocía a Ennio (alias el Genio para quien olvidaba su nombre) y a Zerón de alguna de esas aventuras urbanas. Había platicado anteriormente con Jacobo, el aparente líder del grupo (porque conocía a todos y sabe muy bien fiestear, no porque tuviera particulares habilidades de liderazgo), pero todos los demás me eran desconocidos. Robert venía con esa misma banda del Upiita del Poli, junto con otros tres sujetos provenientes de Upiicsa: César, Carlos y Héctor, el más mocoso del grupo. Todas las chicas tenían un origen diferente. Linda y Yamilet (cuyo nombre olvidaba constantemente y por eso decidí llamarla Jabulani), tenían un coqueteo constante con Gerardo y Mauricio, y eran muy allegadas a Jacobo. Fany e Ivan, otro de los primeros grupos seccionados, eran amigos de nuestro borracho líder también, al igual que Citlaly, que al principio llegó sola. La otra mitad del camión estaba llena de fritos y monosos (incluso más de los que conozco de mi querida fac de Filos y Letras). Cuando veías al organizador del viaje, Félix, te quedaba claro por qué la banda yonki y cuando nos invitó a una fiesta el domingo en Guanajuato, supimos que sería de ese estilo.
Los “vírgenes” de Cervantino fuimos iniciados con un fondo de nuestra bebida y con cinco segundos de tequila en la boca. Alguien que me conocía declaró “al Peric denle 10 segundos”, tras los cuales pensé que perdería razón de mí pero sólo me puse en ambiente. Mauricio ya algo ebrio le dio a Fany sus 5 segundos que terminaron en su globo ocular.
El viaje fue toda una perdición, no pensé que acabáramos con tanto alcohol en sólo 7 horas, pero no sobró absolutamente nada. Imágenes tomadas del viaje: Ennio botando cerveza como champagne en el camión, una pipa de hachís en mi boca, Gerardo cacheteando a Fany en la obscuridad porque la confundió con Zerón, Yamilet bailando una rola de Die Antwood que me sorprendió tuviera en su USB, Citlaly sobre los respaldos de dos asientos haciendo un baile reguetonero que dejaba su trasero a la altura de en mi cara, Jacobo enseñándome su bebida con un escupitajo después de haberle dado un trago, Linda y Gerardo teniendo sexo (o algo así) en los asientos traseros del camión… y algunas otras que ya no recuerdo.
Cuando llegamos a Guanajuato, yo estaba borrachísimo. Tomamos un camión hacia el pueblo y apenas pudimos encontrar y llevar nuestro equipaje. Nos dejó en unos extraños túneles que recorren el pueblo subterráneamente; estaba realmente sorprendido de sólo verlos. Cuando subimos a la avenida, contemplé los edificios, la gente en el paseo nocturno, el ambiente por doquier: supe que sería un viaje que no olvidaría. También noté una marcada presencia de policías por todos lados, con la boca cubierta con pañuelos y algunos que portaban uniforme militar. Esperamos al Zurdo en la entrada del mercado Hidalgo. Nuestro anfitrión compartiría su departamento con nosotros a un módico precio. Nos presentamos y comenzamos el camino hacia el refugio.
Subimos y subimos por callejones, calculo unos 20 minutos, por cemento roto y rocas sueltas, callecillas que daban vueltas inesperadas laberínticamente y que apenas dejaban ver lo mucho que ya habíamos subido. Apenas podíamos con nuestras almas alcoholizadas y nuestro equipaje cuando al fin llegamos. Era un pequeño depa, con un sillón de tres plazas frente a la tele, un restirador lleno de maquetas arquitectónicas (a las que teníamos prohibidísimo acercarnos), una mesa para comer, cuatro sillas y un baño. También había dos habitaciones, una de las cuales era de los sujetos que vivían ahí: el Zurdo y su roomie, que después conocimos. Las chicas se quedarían en el otro cuarto, mientras que los demás podíamos almacenar nuestras cosas en el primero. No necesitábamos más.
Nos alistamos y salimos a pasear. La primera parada fue un bar de un conocido de Yamilet. Por varias horas bebimos cerveza en una enorme terraza con una gran vista hacia todo el pueblito nocturno que me cautivó. La banda del lugar tocaba rock en español y todos ya comenzábamos a enfiestarnos (o a recuperar nuestro ánimo fiestero). Jacobo ya empezaba a hablar con desconocidos, de una a otra bolita, brindando y ofreciendo el depa para albergarse. De un momento a otro, como a la 1 de la mañana, la música paró y nos corrieron. Vagamos un rato en busca de un bar, y yo seguía admirando la belleza de las construcciones coloniales. Pasamos por la Universidad de Guanajuato que parece sacada de un cuadro de Remedios Varo y nos tomamos una foto. También por el Teatro Juárez, muy art nouveaux que me recordó los edificios porfiristas de la Ciudad.
Doblábamos una pequeña callejuela cuando un convoy de seis vehículos militares y policiacos pasaron imponentes frente a nosotros. César, Carlos y yo éramos los últimos en la fila india. Los policías nos miraron muy detenidamente y justo en ese momento a César se le cayó una botella vacía de cerveza que se estrelló contra el suelo. Yo creo que entró en pánico, porque comenzó a caminar super rápido, entre gritos de “¡Deténganlo!” de los policías. Me dije a mi mismo, “ya valimos madre” e intenté detener a César que iba como si no hubiera escuchado nada. Tres tipos cubiertos de la boca lo detuvieron y se lo llevaron, junto con Carlos que comenzó a protestar. Yo sólo vi cómo los demás daban vuelta en una esquina y hacían caso omiso a mis gritos y en la esquina opuesta los policías que se llevaron a los últimos de la fila. Aunque ni los conocía y me importaban poco, asumí cierta responsabilidad y fui tras ellos, pero otro de los policías bajó de su vehículo y se interpuso en mi camino. Tenía la boca cubierta con un pañuelo que simulaba la mandíbula de un cráneo.
−¿A dónde vas? −me dijo.
−A ver a dónde llevan a mis amigos −contesté medio borracho.
−Te me vas de aquí ahorita o también te subimos – dijo con más confianza cuando vio bajar a otro poli.
−Yo sólo quiero ver qué pedo –contestó el alcohol intercediendo por mí.
−¿Cómo que “qué pedo”?
−O pues, quiero saber a dónde los llevan y ya –y di un paso hacia adelante. Él se interpuso en mi camino y me empujó. El policía que se había bajado me tomó de los brazos por la espalda.
−Vámonos, te vienes con nosotros –y como salvación divina aparecieron César y Carlos en la esquina, con cara de regañados y una bolsa de vidrios rotos en la mano.
−No pues ahí la dejamos, ahí vienen –dije y me di la media vuelta, apartando al policía con mi enorme cuerpo alcoholizado.