Por Eric Angeles Juárez
Josué nos llevó por primera vez a Cueva de lobos cuando teníamos 17 años, así como la canción. Justo ese invierno, el gobierno comenzó con sus severas leyes del IFE obligatorio y de no fumar en interiores, pero para nosotros no fue problema, ya que casi cumplíamos 18.
En el exterior del lugar, una manta gigante con una virgencita de Guadalupe nos miraba (con los ojos cerrados) antes de entrar a escuchar música del diablo. Casi podía sentir cómo meneaba la cabeza en gesto de desaprobación. Hasta la fecha nunca he entendido muy bien qué hace ahí. Josué nos prometió metal en vivo y botana gratis y no nos decepcionó, así que volvimos una y mil veces con los años.
Fue sede de nuestras primeras borracheras, donde Tiros, Josué o yo terminábamos con la frente apoyada en la mesa y todavía con 5 chelas en la cubeta. También es sede de mi récord de 17 chelas en una noche. En esa ocasión, Tiros llevaba un buen rato seminconciente y a Josué ya no le cabía ni una chela, por lo que tuve que enfrentarme solo a ellas. Antes de salir, Titos tuvo unas incontenibles ganas de vomitar, así que abrió un enorme bote de basura, metió la cabeza, e hizo lo propio: se trataba de un bote lleno de botanas, donde los meseros llenaban los platitos antes de llevarlos a tu mesa. Después de aderezar la botana del lugar, salimos corriendo. En esa ocasión los primos nos acompañaban y ayudaron a guiar a mis amigos a la Glorieta de Insurgentes. Cuando llegamos, fue el turno de vomitar de Josué. Se sentó en una banca y expulsó todo lo que tenía dentro; debajo de la banca de cemento. Unas 20 cucarachas salieron y comenzaron a recolectar los pedazos de su vómito. Josué muy indignado comenzó a escupirles gritando “¡Dejen en paz a mi vómito!” o algo así.
Otra noche en que también nos acompañaban mis primos (y mi prima Angie), el alcohol hizo de las suyas. Josué le traía ganas a mi prima y se la pasó abrazándola toda la noche, mientras su mano bajaba sigilosamente tras su espalda. Mi prima ebria nos diría después “no, no, no, no, no, esa mano estaba muy abajo”. Apenas alcanzamos a llegar al metro antes de que lo cerraran esa vez. Los seis en fila abrazados por la espalda en el andén no dejábamos pasar a nadie. Ya en el vagón, mi prima miró indignada a un tipo que dormía en un asiento. Dijo “miren, él también está borracho” y le dio un golpe en la cabeza al grito de “¡despierta!”. En el transborde, mis primos ayudaron a un sujeto en silla de ruedas a bajar las escaleras. Le pregunté a uno de ellos qué les había dicho el sujeto, pero nunca recordó siquiera el suceso.
Hemos salido tan mal del lugar, que por fortuna hemos sobrevivido. En una ocasión dejamos a Josué en el vagón del metro que iba a su casa: ese fue su último recuerdo esa noche. Despertó tirado en el suelo de su casa con las manos sangrantes y fragmentos de vidrio incrustados. Tenemos la teoría que sus amigas las ratas lo llevaron a casa después de romper algún aparador.
O una vez en que Tiros insistió irse más temprano, por lo que regresó solo. Iba tan ebrio que se equivocó de dirección y tomó Universidad en lugar de Indios Verdes. Se dio cuenta en Coyoacán y bajó como pudo, corrigió la dirección pero se quedó dormido en el andén. Uno de los policías lo despertaron y lo obligaron a salir de la estación antes de cerrar. Así que la entrada del metro se convirtió en su refugio, a kilómetros de distancia de su casa, con 15 pesos en la bolsa y un frío de la chingada. Permaneció despierto casi toda la noche, más por los ruidos extraños de la calle y los vagos que lo rondaban, que por su falta de suéter.
Los músicos y el personal que se mantiene nos conoce de años. Sobre todo porque nos la pasamos gritando, pidiendo rolas, incitando a la gente y haciendo lo posible por ganar las chelas de “la mesa más desmadrosa”, que ya no nos quieren dar. Como en la ocasión en la que un tipo pidió la rola “Paranóico” y nos burlamos de él por su traducción gritando “mejor toca ¿Dónde está mi mente?”, hasta que se levantó de su asiento con sus dos metros de estatura. O cuando Josué pidió por toda la noche “Whisky in the jar” hasta que el guitarrista le dijo que chingara a su madre y que la tocara él porque no se la sabía.
Una vez hasta ligamos. Como de costumbre nos sobraron chelas, y le apostamos una lana a Joshua para que le dijera a unas chicas que se pasaran a nuestra mesa a compartirlas. Nos la pasamos chido y parecía que Tiros y yo ya la habíamos armado. Incluso vivían cerca de Indios Verdes así que las acompañamos de regreso. Todo iba muy bien hasta que nos preguntaron nuestra edad y con nuestra ingenuidad de 18 años, dijimos la verdad. Se rieron de nosotros y nos abrieron. Creo que tenían como 25.
El Chiquilín es uno de los grandes personajes del lugar. Se trata de un sujeto de como dos metros (y cuando menos un metro de ancho) con cara de japonés y actitud retadora. Es el cuidador de la entrada, pero ya en la madrugada es una de las estrellas del lugar, pues se sube a rapear en el escenario como 4 rolas de Molotov: todo un espectáculo. Desde que hice un evento de la revista Iboga, me ubica bien, sobretodo porque somos clientes frecuentes.
Cuatro estaciones del metrobús más al sur está un foro/bar no tan chido llamado el 246. Cuando Tiros y yo hicimos el recorrido de 17 de bares en una sola noche (crónica próximamente) entramos al lugar y descubrimos que ahí trabajaba como mesera una chica que me gustaba de la fac, y que según yo me había echado miraditas no tan inocentes; creo que se llama Valeria. Pues un día nos la encontramos trabajando en Cueva de Lobos como nuestra mesera. Aunque estaba ocupada, me reconoció y me saludó alegremente y quedamos en platicar en un rato.
Pero ese rato tardó mucho y ya cuando estábamos medio ebrios Tiros encontró un extintor sin seguro a su lado, sobre el mismo desnivel que usaban de banca en nuestra mesa. Lo oprimió poco y salió un chorrito de su contenido, que yo creí imaginar. Le pregunté si sí salía, contestó que sí pero noble creí. Tiros intentó probar lo que decía y presionó una segunda vez el extintor, pero nada salió. Luego lo hizo con más fuerza y todo quedó inundado de humo blanco y partículas del mismo color. La gente corrió, yo me quedé quieto sin saber qué hacer. El Chiquilín llegó súper enojado y nos ordenó que bajáramos con nuestras cosas. Ya en el lobby nos dijo que qué pedo con nosotros, que eso era tóxico, que costaba 500 varos y que nos iba a madrear. Yo un poco envalentonado por el alcohol se la hice un poco de a tos, diciéndole que mi amigo estaba borracho pero que éramos clientes desde casi 7 años y que las ganancias que le dejábamos al bar eran mayores que un mugroso extintor. Le dimos 170 pesos y nos dejó ir, dijo que no quería volver a vernos nunca y algo se rompió en mi interior.
Por suerte no faltaba mucho para día de muertos, y se nos ocurrió probar suerte en su noche de concurso de disfraces. Nos abstuvimos a ir durante varios meses para que al Chiquilín y compañía se les olvidara el incidente (pensaba especialmente en Valeria). Llegamos con nuestras máscaras, yo de Terminator, Tiros de calaca (ver crónica Ofrenda de carne), y el Chiquilín nos reconoció de inmediato. Nos pidió que nos quitáramos las máscaras y nos saludó como viejos amigos. Así que entramos aliviados a nuestro primer hogar cervecero, el que nos vio crecer vomitando y sacando la malacopez, y del que probablemente nos expulsen de nuevo en años venideros.