Por Víctor Arzate
The Act of Killing, Joshua Oppenheimer y Christine Cynn, 2012.
Pocas personas pueden experimentar la muerte de una forma tan despreocupada; inventarse métodos para amedrentar rehenes, o imitar procedimientos de las películas de gángsters para asesinar personas. Sin embargo, cuando el ambiente social y político es propicio, las acciones más atroces pueden ir acompañadas de risas, camaradería e incluso de heroicidad.
En El acto de matar, un documental dirigido por Joshua Oppenheimer y Christine Cynn, veremos cómo un grupo de matones (activo en la década de los 60), se divierte recreando los eventos más envilecidos de su labor.
Anwar Congo, uno de los gángsters más temidos de la masacre, narra cómo mejoró su técnica para asesinar comunistas, pasando de las golpizas brutales a la estrangulación con cable para evitar las molestias producidas por el mal olor y las manchas de la sangre. Luego, el protagonista nos explica jocosamente la manera en que se deshacía de los recuerdos: “Trataba de olvidarlo todo con buena música, bailando, sintiéndome feliz. Un poco de alcohol. Un poco de marihuana. Un poco de éxtasis. Cuando me emborrachaba, volaba y me sentía feliz. Chachachá”. (Anwar sonríe y baila sobre el suelo donde degollaba personas).
Los directores hacen un ejercicio interesante al otorgar total libertad a los asesinos para recrear la forma en que operaban. A través del rodaje podemos explorar las inquietudes estéticas de estos “amables” hampones, su preocupación por salir bien a cuadro, la soltura que se dan para jugar con el dolor colectivo de un pueblo, y el sadismo del que se jactan sonrientes ante la cámara.
Este filme, además de dar voz a una de las masacres más viles de la historia, nos hace encontrar resonancia en la sonrisa, el pudor y las preocupaciones de un grupo de asesinos. El espejo donde nos miramos se vuelve monstruoso al reflejar lugares de nuestra mente que nos conmociona reconocer: nuestro sadismo.
Ya sea por curiosidad, psicopatía, instinto, o recuerdos del inconsciente colectivo, hay un punto en que el público siente empatía con los gritos, los golpes y la maldad propiciada por aquellos matones vestidos con trajes caqui y camisas de colores tropicales. Esto asusta a cualquiera que esté frente a la pantalla, y hace que el espectador desee salir corriendo de la sala para ocultar su lado bestial, o en el peor de los casos, para explotarlo.