Por Nestor Peña
En dos o tres ocasiones llegaste, llegué y llegamos. Hasta ahí todo bien, sin razón la vida me dio la oportunidad y te deje ir.
Fueron dos o tres veces, tal vez menos, y tú, princesa americana, amable, tierna y tersa, tantas veces pensé en besarte, en hacerte el amor, pero jamás me atreví si quiera a tocarte una mano, porque eres buena y decente y mereces a un hombre bueno y decente, no como yo que soy un buen indecente.
Trataba de comportarme contigo y no hacia mis bromas misóginas, machistas y antisemitas, a pesar de ello te diste cuenta de mi humor negro y a lo mejor, te gustó. Aunque no seguías con las bromas, las entendías y en este mundo eso ya es ventaja.
Pocas veces te vi feliz, realmente feliz, eso era complicado de saber, siempre portabas una sonrisa sin importar las circunstancias, sin importar la muerte de tu hermana mayor; tu siempre sonreías. Sólo mostrabas tu cara formal cuando pensabas en Dios y la forma en mejorar el mundo que nos hizo y ese simple hecho te hace mejor persona que cualquier persona que conozco, pero si soy sincero, entre alcohólicos, drogadictos, prostitutas y proxenetas, cualquier persona es mejor persona de las que usualmente conozco.
Cuando salí de la pecera te encontré aun más preciosa. Me sentí como el paciente inglés o como Tomas encontrando a su Teresa. Nos vimos para comer y cenar varias veces, solos y acompañados. La última vez estábamos caminando en la madrugada por la avenida más grande del país y no te besé, ¡Carajo, no te besé! Perdí la oportunidad de besarte y tal vez de estar contigo. Después de ese día ya no contestabas mis llamadas y tus mensajes eran monosílabos de destrucción masiva.
Deseaba verte, anhelaba ver tu sonrisa, ver la forma perfecta de tus dientes al reírte de una de mis bromas y pensabas que estaba loco. Quería ver tus hombros y manos delgadas, los cuales muchas veces aspiré a tocar, intoxicarme de tus dedos hasta la locura, el simple hecho de imaginarte acariciando mi cuerpo me volvió loco.
La desesperación inunda mi ser y solamente se me ocurre visitar a mis ex amigos, beber un par de botellas de tequila, drogarme y regresar a la pecera. Te encontraría en tu trabajo, sabía que te sentirías decepcionada de mí, pero no me importaba, eran tal mis ansias de verte una vez más. Y no me importó.
Llegué en la madrugada y no sé quien me atendió pero desperté a medio día esperando verte cruzar las puertas grises que separan a los recién ingresados de la administración, pero no te apareciste. En tu lugar, un desconocido realizaba tu trabajo y pregunté dónde estabas, dónde podías estar y la respuesta fue devastadora: renunciaste a la semana de que me dieron de alta la última vez que estuve aquí. En tantas ocasiones nos habíamos visto a charlar y nunca lo mencionaste. Me sentí devastado, pero no por tu omisión, sino por un terrible sentimiento de arrepentimiento que embargó a mi ya desgastado ser.
No me arrepiento de los días perdidos, ni de la vida desperdiciada, ni del dolor que provoqué a mis familiares, ni del dinero despilfarrado, ni de las drogas consumidas, ni de las putas bien pagadas, no me arrepiento de nada de eso, mi único arrepentimiento es no haberte besado aquella última noche en que te vi.
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