Andrés Piña
Para poder hablar de abrazos sin caer en diferencias abstractas, debemos delimitar primero: ¿qué es el abrazo? Pues bien, el abrazo es simplemente aquélla acción humana por excelencia que tiene sólo una pretensión: la de funcionar como barrera frente a la soledad. Es un acto sencillo y humilde, en el cual dos personas se funden al tiempo que abren sus brazos para rodear la espalda del “otro”. David Grossman sostiene esta teoría, cuando afirma que somos únicos y solitarios, pero el abrazo nos mezcla y es en ese momento en que pensamos: “no estoy sólo”. Ahora bien, ¿a qué parte de la tierra, o del sistema interplanetario, se van los abrazos que no damos? Es una pregunta válida. Estamos a cien años del nacimiento de Julio Cortázar, escritor argentino que no necesita de mucha presentación; sus cuentos saben hablar por él, lo mismo que su producción literaria entera, eso que los críticos llaman su obra, pero que los lectores llamamos vida en letras. Sigue siendo polémica, sigue estando tan desenfadada como siempre, es esa calle que Cocteau descubre en Le Parisien, como un castillo de naipes.
En pleno siglo de transmisiones digitales y robots, Cortázar aún interviene a la realidad con un mantecado de ficción, volviéndola un relato inverosímil. Una figura que se lee como polígono, llena de colores y formas, transformándose en la papiroflexia de la palabra. Su literatura no es para adolescentes, pero es siempre joven, y digo esto porque ser viejo aquí significa desentenderse del mundo, significa verlo y mirarlo con ojos de condescendencia. Ser joven se vislumbra entonces como esa capacidad para renegar del mundo, por eso Cortázar dice en Corrección de Pruebas en Alta Provenza: “casi nunca he aceptado el nombre de las cosas”. Claro, aceptar el nombre de las cosas, es aceptar en términos heideggerianos el modo en que el ser se oculta de nosotros. Por eso hay escritores que nunca dejan de ser esos muchachos tímidos, sentados afuera de la casa de su enamorada, con una flor en la mano. Nunca dejan de ser Dostoyevski mirando al Volga, oyendo su música, saboreando sus palabras; siendo de alguna manera eternamente joven.
Sin embargo volvamos a la idea del abrazo, ya que nos preguntábamos con motivo del cumpleaños del cronopio: ¿a dónde van los abrazos que no damos? Es preciso aclarar que hemos decidido, o al menos yo que soy el que escribo esto, descartar la idea de que los abrazos sean movidos por un motor inmóvil, en cuyo caso los abrazos perdidos terminarían acomodándose de alguna manera en el orden del cosmos. Más bien hay que decir que existen personas a las cuales la vida se les da por partida doble; son dos claveles en uno, usando un poco la analogía de Basho en Sendas de Oku. Es a ellas a las que se les puede mandar un abrazo no dado. Por eso es justo decir que Julio, el Julio de todos los fuegos, de las instrucciones, de Rayuela y de la noche del mantequilla, ese Julio del mediodía, un Julio en otro cielo con Julios perdidos en la memoria. Un Julio así, es el receptáculo de todos los abrazos no dados; los cuales son mandados por aquellos lectores que nunca lo conocieron. Y como dije, con motivo de estos cien años, es necesario enviarle otro, tan sólo para combatir a la soledad y festejar.