Por Eric Ángeles

La primera vez que me pasó, Ángela y yo cumplíamos meses, y lo celebrábamos en un restaurante casi lujoso. Regresé del baño, y al sentarme de nuevo a la mesa me palpé la bolsa del pantalón y el terror más grande que alguien puede sentir se apoderó de mí: mi celular no estaba. Corrí al baño y lo recuperé al lado del lavamanos, como si yo tuviera la costumbre de sacarlo y dejarlo ahí mientras me enjabono. Pero fue hasta esa noche que me di cuenta.

Poco después de masturbarme, le di un vistazo a las fotos que nos tomamos juntos para decidir cuáles irían directo a Facebook. Y ahí estaba, en el momento justo en el que olvidé mi cel en el baño, una selfie de espejo de una botarga de Pluto. Pensé en las alternativas: ¿estaba drogado? Jamás a esa hora. ¿Alguien me la mandó por el Whats? No, se trataba del mismo baño del restaurante. Lo más seguro es que algún demente me haya querido hacer una broma, así que lo dejé por la paz.

Sonó la alarma y la apagué casi con los ojos cerrados. Casi había olvidado el incidente antes de dormir. Elegí mi ropa interior y fui directo al baño. Y ahí estaba, cagando en mi inodoro, la botarga del doctor Simi con los pantalones abajo. Corrí fuera del baño, llamé a mi novia que se rió mucho, como si le contara uno de mis chistoretes de a diario, y me colgó. Como en buena película de fantasmas, regresé al baño y nada había ahí, a excepción del olor de que alguien había cagado.

En el desayuno, mientras comía mi cereal, apareció en un parpadeo la botarga del osito Bimbo sentada en mi mesa. Intenté controlarme, más porque el osito Bimbo era mi héroe de infancia que por otra cosa, y recordé la peli de Sexto Sentido. Me armé de valor y le pregunté qué quería. Una de sus patas carentes.de dedos señaló mi plato de cereal, así que le apresuré a servirle uno. No sé cómo agarraba la cuchara, pero se llevó a la boca todo el cereal, derramándolo en su boca cosida. Cuando terminó el plato, desapareció, pero dejó todo el piso regado de leche y Lucky Charms.

La cosa se puso más fea. Mientras dormía, sentía sus miradas. A veces había más de uno, velando mi sueño desde algún lugar en la penumbra de mi cuarto, donde sólo alcanzaba a ver sus cuerpos de felpa, a veces manchados de sangre. Y moría de miedo, pero me daba más miedo contárselo a alguien y que me mandaran a un manicomio. Por eso sólo le conté a Ángela.

Al principio pensó que era una broma pesada, como era de esperarse, pero luego me creyó como buena novia. Incluso le pedí que se quedara en mi depa conmigo, para que pudiera dormir más tranquilo o para que ella pudiera ver al águila del América, a Mamá Lucha o al reno de Telcel. Le echó una mentira a su mamá, que no la dejaba dormir en casas ajenas, y se fue para mi depa.

La noche transcurrió normal. En realidad con ella ahí las botargas parecían un sueño lejano o producto de la mota, por lo que nos dedicamos a aprovechar el tiempo cogiendo.

Al principio ni siquiera nos quitamos la ropa, sólo le bajé un poco el pantalón e hice su tanga a un lado para penetrarla mientras se sostenía de mi escritorio. Más tarde, ya en la cama, me di el lujo de quitarle la ropa interior poco a poco, sustituyendo su brassier por mis manos y mi lengua, y liberando su tanga al aire que nos oiría gemir desde el suelo.

Ella se puso sobre mí y comenzó a cabalgarme con movimientos de ula ula, y yo me dejé llevar, con los ojos cerrados enfocándome en mi pene deslizándose en su interior. Se sentía cada vez más estrecho, más cálido, más peludo, y cuando abrí mis ojos vi a Ángela transformada en una botarga de panda en su desnudez de peluche. Su vagina estaba mojada por dentro y por fuera y se sentía como cuero mojado, caliente, y la sensación del peluche sobre mi miembro presagiaba un orgasmo explosivo.

Así que en lugar de arrojar a la botarga a un lado, la penetré con más y más fuerza, sin importar que dentro de mí el miedo creciera a la par que sentía el semen acumularse a punto de reventar. Eyaculé dentro de ella con un grito que no pude contener, y la botarga se tiñó de rojo sangre poco a poco y se desplomó sobre mí.

Esa noche soñé con mi papá. Estábamos en Reino Aventura, que ahora llaman Six Flags, y mi familia, mis primos y yo nos habíamos divertido como dementes en todos los juegos infantiles. Era mi cumpleaños número diez. Antes de irnos, mi papá me acompañó al baño. Él tardó un poco más, y lo esperé afuera. Unas botargas y un niño disfrazado del muñeco Chucky, al que tenía pavor, se me acercaron, me rodearon y comenzaron a reír. El niño se me acercó y me puse a llorar. Me dijo al oído: “Te voy a matar”.

Desperté muy relajado, con un intenso dolor en el pene debido a tanta actividad sexual. Sentí el peso de Ángela sobre mi cuerpo. La a hice a un lado y me levanté de la cama. Me mojé la cara en el baño y saludé al tigre Toño detrás de mí por el espejo, esa fue la última vez que lo vi.

Las botargas desaparecieron y lo que al principio pareció alivio mutó en ansia y soledad. No podía dejar de sentir esa vagina de peluche en la cabeza de mi pene, algo había en ella que no podía olvidar. Incluso invité a Ángela varias veces a mi casa, pero no volvió a ocurrir: sólo carne y gemidos humanos. Compré algunos peluches, incluso intenté penetrar uno en una ocasión, pero nada era comparado con el sexo con una botarga.

Me sentía solo, ya nadie me acompañaba en el desayuno, ni en el camino al trabajo, ni me daba las buenas noches a través del espejo del baño. Y seguí comprando más y más peluches, y su tacto en mis manos sólo aliviaba momentáneamente mi ansiedad.

Ahora en la calle, cada vez que veo al doctor Simi bailando frente a la farmacia, tengo una erección.

Eric Angeles

Editor y fundador de revista Iboga, literato de formación, mercadólogo digital de profesión y diseñador web cuando hay necesidad.

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